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Telefónica patrocina el silencio

Fotografía de Charles Darwin que el Natural History Museum de Londres utillizó, modificándola (dedo photoshop), para el póster conmemorativo de la exposición con motivo de su bicentenario

Begoña Huertas

Hace un par de semanas compré un billete de AVE Madrid-Barcelona y, sin saber muy bien qué suponía, elegí viajar en “el vagón del silencio”.

Al margen de un par de sucesos insólitos (a la ida, un hilo musical sonó a todo trapo durante la primera media hora; a la vuelta, un hombre despistado se coló en nuestro tranquilo refugio para calmar a un niño en plena rabieta), la idea es muy agradable: móviles apagados, prohibido subir la voz, etc. (Lo que no entiendo es la media luz, ¿qué tiene que ver el silencio con la iluminación?) La verdad es que al abandonar aquel reducto de paz a los viajeros del vagón del silencio nos costó un buen rato acostumbrarnos al bullicio de la estación y unirnos a la corriente ruidosa y cotidiana.

Al día siguiente, una amiga y yo alquilamos unas hamacas a pie de mar, las lágrimas de felicidad que estuvimos a punto de derramar al tumbarnos y cerrar los ojos se secaron de golpe al darnos cuenta de que la música atronadora del chiringuito que las alquilaba nos impedía hasta escuchar el sonido de las olas. El consiguiente razonamiento no se hizo esperar: esta playa necesita con urgencia una “zona del silencio”, pensé.

Esa misma noche, mientras las dos nos poníamos al día de nuestra vida en una terraza cualquiera, un chico se acercó con parsimonia, bajó la cremallera de una funda, se colgó una guitarra al cuello y, arropado por una caja de ritmos, nos acompañó durante horas. “Terraza del silencio” ya, por favor.

Estamos rodeados de música y cháchara. Lo cierto es que no callamos. ¿Da miedo el silencio? Mucha gente parece incapaz de no decir nada. En las webs de coches compartidos puedes indicar si no eres muy “sociable” o si por el contrario te apetece conversación. De hecho, no me extrañaría que el primer adjetivo que mucha gente asociara espontáneamente ante la palabra silencio fuera “incómodo”.

Siempre que escribo sobre esto recuerdo el consejo de Rousseau en Las Confesiones. El filósofo sugería que durante cualquier reunión social lo mejor era tener algo que hacer con las manos, alguna actividad manual que nos permitiera estar exentos de hablar cuando no tuviéramos nada que decir.

Seguramente no hay tanto que comunicar, todo el tiempo. A menudo se utilizan circunloquios y enredos para no decir nada. No hay más que escuchar a la gran mayoría de los políticos. Por ejemplo la cháchara de Esperanza Aguirre en sus “debates” muchas veces no tiene más finalidad que entorpecer, que hacer ruido y confundir al adversario y enredar al público. “Repita conmigo, señor Iglesias…” no era más que una cantinela para impedir el diálogo. (El silencio de Jordi Pujol durante 34 años es caso aparte).

Pero volviendo al vagón del silencio. Cuando ya de regreso me interesé por este asunto magnífico en los trenes de Renfe descubrí que… ¡formaba parte de un programa impulsado por la Fundación Telefónica!, ¡¡el colectivo Mute!!

El colectivo Mute es un batiburrillo de “intervenciones artísticas” que puede ir desde la organización de “mute sessions” con Javier Mariscal o Juan José Millás (sí, han sacado toda la “artillería pesada”) hasta la realización de “mapas mute” donde el “público” puede “interactuar” y marcar en un plano su espacio silencioso favorito. También hay “cubos mute” donde tengo entendido que encierran a un escritor en un receptáculo transparente e insonorizado y le muestran en “proceso de escritura”. (Perdón por todas las comillas).

Lo que empecé considerando una buena idea resultó ser una parte pequeña de un relato más grande que, confieso, me costó entender -yendo de web en web-. Un relato lleno de confusión, un relato de discurso vistoso pero que no decía nada. Un relato inútil. ¿Inútil? No. Eso no. Para la empresa patrocinadora resulta una promoción magnífica. ¿Que los teléfonos móviles molestan en los viajes, en las conferencias, en el trabajo?, pues nosotros mismos ponemos la solución, aumentando con ello la difusión de nuestra marca.

Lo que sucede es que impulsar una ciudad habitable no tendría que ser la labor de una empresa privada sino de un ayuntamiento. ¿No tendremos “playas mute” hasta que, no sé, Sony Music patrocine en ellas la “zona del silencio”? ¿Las calles estarán sucias hasta que se haga cargo Repsol? ¿Habrá que esperar que sea una empresa de cemento quien fomente las zonas verdes en las plazas? ¿Tendremos que agradecer a Telefónica, a Sony o al Banco Santander que se “preocupen” por hacer la vida más agradable al ciudadano?

A fin de cuentas eso es lo que hacen los gobiernos liberales, ¿no es así? Dejar las necesidades ciudadanas en manos de las empresas privadas para que éstas saquen beneficio de ello. Pero eso significa silenciar al Estado, que hace entonces dejación de sus funciones. ¿Democracia mute?

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