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La democracia como capacidad de tomar decisiones

Montserrat Garcelán Huguet

Estas líneas surgen del contraste entre dos imágenes. En la primera Artur Mas se ajusta la chaqueta tras bajar del helicóptero que le trasladó a la sede del Parlamento catalán el 15 de junio de 2011, asediado por una muchedumbre al grito de “no nos representan”. En la segunda un Artur Mas eufórico se felicita en varias lenguas del éxito de la convocatoria del 9 de noviembre de 2014. Entre ambas han transcurrido poco más de tres años pero el personaje se ha reinventado completamente y la situación en Catalunya ha dado un giro completo.

La primera vez que oí hablar públicamente al expresidente de la Generalitat, Jordi Pujol, de independencia para Catalunya fue en una entrevista en Salvados de marzo de 2012. Me sorprendió. Hasta ese momento el término no se había sacado del arcón desde los años 30; como mucho se hablaba de “autodeterminación”, como oportunamente nos recordaba hace poco el mismo Lluis Llach.

Con motivo de la Diada en septiembre de aquel mismo año empezaron a llegar masivamente mensajes con la mención de la independencia. No sabría decir de dónde salieron pero repentinamente mucha gente se puso a hablar de ello. Si desde finales de 2012 y en todo 2013 se sintonizaban las televisiones en catalán, TV-3 o canal 33, el espectador se encontraba con una llamativa abundancia de programas, mesas redondas, debates, en los que muy seriamente se analizaba qué pasaría en Catalunya “si fuera independiente”. Se partía de la premisa “supongamos que somos un Estado independiente”, qué pasaría con las finanzas públicas, qué pasaría con las pensiones, qué pasaría en las relaciones con la Unión europea y así sucesivamente. El resultado solía ser que las cosas mejorarían porque los catalanes se librarían de las exacciones fiscales del gobierno central, porque no tendrían que aportar dinero para los ajustes interterritoriales, porque, aún si se pusiera en cuestión la permanencia en la UE, volverían a negociar, y así sucesivamente.

Si estuviera escribiendo un relato de ficción o un guión para una película introduciría una escena en la que poco tiempo después de la primera foto, digamos que a finales de 2011 o principios de 2012, se reúne la plana mayor de Convergència i Unió, tal vez con el venerable Pujol, y analizan la situación: “Bon dia a tothom, tenemos que dar un enérgico cambio de rumbo; la sociedad catalana se está alejando de nosotros y por consiguiente, si no queremos perder todo lo acumulado en estos años, tenemos que presentarnos como los abanderados de un nuevo país. Es el momento de sacar la bandera de la independencia”.

Dicho y hecho. No sé si es cierto lo que comentaba un reciente artículo en EL País, según el cual la campaña ha corrido a cargo de una prestigiosa empresa internacional de marketing político, que ha ayudado a transformar el mensaje dándole la vuelta: no vamos a hablar de independencia sino de derecho a decidir y no vamos a decir que nos vamos sino que presentaremos las ventajas de un Estado propio. Si ha sido así, han hecho un buen trabajo. A día de hoy pocos catalanes piensan que les va a ir peor solos que acompañados, lo cual tampoco es muy extraño dado que mucho peor ya casi no es posible.

El argumento de que en un Estado propio van a vivir mejor me parece muy discutible, no hay razones para pensar que la situación económica, la corrupción, el desempleo, la austeridad disminuirán en una hipotética Catalunya independiente. Tampoco tendrían por qué aumentar; su elite dominante no es ni más ni menos corrupta que la del resto del Estado. A no ser que haya otro proyecto en la cabeza de los dirigentes: algo así como hacer de Catalunya una Suiza mediterránea o un Mónaco un poco más grande con una economía basada en las finanzas, el turismo y la logística. También es posible que pasada la ola soberanista y en el caso de que se consiga una independencia total, negociada, incompleta o camuflada, las aguas vuelvan a su cauce.

Con todo, la fuerte participación en el acto del domingo en Catalunya demuestra de forma incontrovertible que el giro en positivo del mensaje fue un acierto comunicativo puesto que la sociedad catalana, especialmente la clase media, ha respondido. Ha surgido un fuerte deseo de tomar las decisiones en las propias manos. O si se prefiere una formulación en negativo, el rechazo a dejar que decisiones importantes las tomen otras personas en vez de uno/a mismo/a.

Por supuesto, no hay ningún argumento de corte democrático que legitime negar a unos/as ciudadanos/as el derecho a votar. Aquellos que se escudan en que debe hacerse de acuerdo con las leyes, sin duda que tienen razón, pero olvidan que las leyes, inclusive las Constituciones, están sujetas a cambio y modificación. Y ésta no siempre puede hacerse de acuerdo con la propia ley que se pretende cambiar. Puesto que si ésta no permite cambiar aquello que se desea, es evidente que habrá que cambiar la ley. Si nuestra Constitución no permite un régimen republicano es evidente que si en algún momento hay una mayoría que lo desea, deberá cambiarse la Constitución. Siempre es más fácil que cambiar de población, aunque haya quien lo intente.

En los últimos meses el deseo soberanista se ha reforzado, pero no sólo por todo lo que ya sabemos y que muestra la astucia y la habilidad de la élite catalana así como la fidelidad hacia ella de parte de la sociedad, sino por la ayuda inestimable que ha recibido de la torpeza y la cazurrería del PP. Si las encuestas no engañan, hay una gran parte de la población que ahora se inclina por la independencia como consecuencia de la insistencia del poder central en impedirles expresar su opinión. Es un porcentaje incluso más alto que los que dicen querer la independencia porque “así vivirán mejor”.

Así pues, aunque cause perplejidad ver a quien ha hecho los recortes y a quien se enfrentó al 15M en Barcelona colocarse al frente de las exigencias soberanistas, muchas/as ciudadanos/as del resto del país no estamos dispuestos a admitir que se conculque un derecho democrático básico privando a la población catalana el que tome sus propias decisiones, incluso en lo que respecta al modo de gobernar su territorio. No compartimos sus objetivos y dudamos de su efectividad pero defendemos su derecho a expresarse y a decidir qué tipo de régimen desean para sí.

¡Ojalá que también nosotros pudiéramos elegirlo en vez de tener que contentarnos con un sistema representativo de muy baja calidad! Si el empuje del soberanismo da lugar a un país más democrático, independiente o no, nos encontraremos en el camino. Si solamente representa cambiar la dominación de un Estado centralista por otro periférico, las poblaciones habrán peleado en vano. Habrán sido partícipes de una ilusión fallida. Aún así, si esta movilización permitiera recomponer más adelante los lazos de solidaridad con el resto de los movimientos sociales y políticos de la región, representaría un paso adelante hacia una mayor y mejor democracia.

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