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Los fundamentalistas españoles

Ruth Toledano

Una madre y un padre que suplican compasión para su pequeña hija y un equipo de médicos que se la niegan. La escena representa el choque entre dos mundos: el de la ética evolucionada, que defiende el derecho a una buena muerte, y el de la superstición religiosa, que deja la mala vida de una niña en las manos de un dios. El mundo de una medicina regida por el código deontológico del máximo cuidado y el de otra medicina, regida por las creencias particulares de los facultativos. Los dos mundos de las dos Españas.

Andrea tiene 12 años de enfermedad y nula esperanza de vida. Lleva cuatro meses ingresada. Sus padres cuentan que sufre, que a veces los dolores son extremos, que les despiertan sus quejidos. Han pedido que se le retire la alimentación artificial, inútil ya para su cuerpo pero que propicia que su muerte sea mucho más lenta. Ayudar a Andrea sería retirarle la sonda que la alimenta y sedarla para que no sienta hambre. La muerte así sería rápida e indolora. Digna. El Comité de Ética Asistencial apoya en su conjunto esta decisión. La Ley la ampara. Pero el equipo médico del Hospital Clínico de Santiago, que asiste a ese dolor, se niega a retirarle la alimentación. Esos pediatras dicen que Andrea aún no se encuentra en fase terminal. Y la pregunta que suscitan duele también: si esa fase es inevitable, ¿por qué obligar a una niña de 12 años a sufrir más dolor hasta llegar ahí?

La Asociación Derecho a Morir Dignamente considera que es por “motivos ideológicos”, por “razones fundamentalistas”. Su presidente, el anestesista Luis Montes, fue depurado en 2005 de la Sanidad pública madrileña por el entonces consejero del PP Manuel Lamela. Le acusaban de sedar en exceso a enfermos terminales. Las denuncias de mala praxis contra él fueron archivadas por falta de pruebas y, en 2011, se condenó a Miguel Ángel Rodríguez, ex portavoz del Gobierno de José María Aznar, a pagar 30.000 euros al doctor Montes por un “delito continuado de injuria grave realizado con publicidad” contra él. Las dos Españas en litigio, las dos morales.

La de los padres de Andrea es una batalla más en esta guerra de tintes arcaicos, que se libra entre la ética evolucionada y la superstición religiosa de los Lamela de guardia. El código deontológico de cualquier pediatra debiera estar por encima de sus creencias privadas: ninguna niña merece sufrir; mucho menos por la fe de quien la tiene en sus manos, en lo que acaba por ser lo más parecido a un secuestro disfrazado de sacralidad. Muchos expertos lo llaman obstinación. El común de los mortales, crueldad. Nos ampara la Ley pero nos obligan (obligan a los padres de Andrea) a ir a los tribunales.

Es difícil imaginar cómo se puede presenciar el sufrimiento extremo e irreversible de una niña si está en tu mano acabar con él. Qué pasa por tu cabeza de pediatra cuando los padres con la mirada más triste del mundo te piden ayuda para ponerle fin. Suelen ser cabezas muy pías, del mismo tipo, por ejemplo, de las que obligaron en Paraguay a una niña de 10 años a gestar y parir al hijo del padrastro que la violó. La vida de la niña, así como su integridad mental, corrían serio peligro, pues su cuerpo violado no estaba preparado para ese proceso. Su madre, y hasta la ONU, pidieron al Gobierno autorización para que se le practicara un aborto. Era una cuestión de derechos, de justicia y de compasión. Pero no: los fundamentalistas de la superstición ultracatólica no tuvieron piedad. El arzobispo de Asunción afirmó que “interrumpir un embarazo es un retroceso hacia la barbarie y la deshumanización” y se refirió a “la cultura de la muerte”.

La cultura de la vida de estos integristas obliga a ser madres a niñas violadas y a sufrir terribles padecimientos a niñas terminales. Un curioso sentido de la civilización y de la humanidad, que solo puede producirnos nausea moral. Curioso, además, porque el proselitismo de su ideología se basa en términos como amor y compasión. Pero, más allá de tan siniestras curiosidades, no se ajusta a derecho: en un Estado aconfesional, como presuntamente es el español, los derechos de los pacientes no pueden quedar a expensas de la interpretación personal del médico que te toque. Existe en algunas comunidades autónomas (entre ellas, Galicia) una Ley de Muerte Digna, pero los fundamentalistas de la vida la tergiversan a su antojo porque no existe una ley integral sobre eutanasia.

Para que fuéramos una sociedad que pudiera sentirse conforme consigo misma, la pequeña Andrea tendría que estar siendo extremadamente protegida. En su caso, de un sufrimiento inútil. Tendrían que estar esos pediatras evitando su dolor, confortando a sus desgraciados padres, transmitiéndonos a todas la seguridad de que ellos están ahí si un día los necesitamos. Porque si no podemos confiar en que cuidaremos a nuestros niños de todo mal, esta sociedad es un fracaso. En el caso de Andrea, el mal es la vida, y el mal es obligarla a vivirla. Indigna que se haya tenido que judicializar y mediatizar su protección. Y pone de manifiesto cómo se resiste a morir la España fundamentalista de Lamela, la España fundamentalista del arzobispo Rouco (resucitado de su retiro de lujo para conspirar contra el Papa porque quiere dar de comulgar a los divorciados). Esa España infernal.

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