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Antes que periodistas, trabajadores

Mariano Rajoy declarando ante periodistas en una imagen de archivo.

Belén Carreño

No dejamos los periodistas de mirarnos el ombligo. Con lo que cuesta dar seguimiento a una noticia de alcance, ya llevamos cinco días hablando de lo que más nos gusta: de nosotros mismos. Héroes y villanos. Manipuladores. Guardianes de las esencias de la democracia. Faro de Alejandría. Trama y casta bien servida de canapés. Partidistas. Independientes. La última cocacola del desierto.

Muchos de estos atributos son ciertos y algunos compañeros logran incluso reunirlos todos a la vez. A veces depende de con quién traten. A veces depende de quién les lea. Pocas cosas hay más poliédricas que un periodista. Los dos ojos que le leen –le escuchan, le ven– le atribuyen una o varias de estas características. Se llama sesgo, y también lo tiene usted.

Pero hay una cosa que son muchos periodistas. Tampoco todos. Pero unos cuantos. En cada redacción casi un 90%. Currantes. Curritos. Currelas. Plumillas en la jerga de este gremio tan corporativista.

De los trabajadores y sus derechos se ha hablado entre poco y nada estos días. De la épica, la estética y la poca ética del periodismo corren ríos de tinta. Pero el periodismo como el amor romántico no es como nos lo contaron. Y seguir idealizándolo machaca a los que lo tienen que ejercer.

Está muy extendida la creencia, dentro y fuera del gremio, de que la consagración al periodismo le convierte a uno en inmune no tanto de los placeres, como de los sinsabores de este mundo. Aparentemente, los periodistas no necesitan comer, ni vestirse, ni mucho menos pagar la hipoteca. ¿Hijos? ¿Periodista? ¿Pero no sabías dónde te metías?

Si eres periodista tienes que tragar con todo. Con todo lo que se le presupone al oficio desde que escupió sus letras la primera imprenta de Gutenberg. Mal horario, mal sueldo, mal humor. Aguantar a jefes (no se engañen, no son peores que los del resto de los mortales), aguantar a la empresa, aguantar a las fuentes y encima aguantar el peso de ser la última reserva moral de Occidente.

Hay un grupo de trabajadores que se han considerado maltratados por un partido político. ¿Que es parte de su trabajo? Voy a repetirlo. Son trabajadores. No hablamos de jefes, no hay patrones, no son estrellas del rock. En ningún trabajo, en ninguno, va en el sueldo de un currante que le traten mal. Se debe tener cintura. Se debe tener mano izquierda. Pero en pocas ocasiones un bien mayor justifica tragarse el sapo de la mala educación o de una humillación. Una de las particularidades de este oficio es que tu proveedor te hace cautivo. El emisor es el que es. Y si te arroja a la cara la mercancía parece que no queda de otra que aguantarse. Da gracias si no está averiada.

En este casino se juega”. “Tienen la piel fina” “¿No sabían a lo que venían?”. “Matan a corresponsales de guerra”. “Si no estás de acuerdo con que te cambien el titular, deja el trabajo”. “No es oficio para cobardes”.

Estas son solo algunas frases que se han escuchado y leído estos días, algunas en este medio, legitimando el trato degradante que en muchas ocasiones ejercen sobre los últimos monos los que tienen poder. Compañeros dobles víctimas. De su situación y, en este caso, de la instrumentalización política que se ha hecho de la cuestionable gestión de la APM a su petición de amparo.

Un sanitario no tiene por qué aguantar que le contagien (sobre todo si no hay medios suficientes). Un funcionario no tiene por qué aguantar un exabrupto en una ventanilla. Y un periodista no tiene que aguantar el trato degradante de un político. Ni de un empresario. Ni de un actor ni de un deportista.

¿Qué algunos hemos aguantado? Nuestras razones tendremos. Pero las mías no se las puedo imponer a nadie y de muchas me arrepiento. ¿Que el periodismo tiene males mayores? Claro. Pero caer en el relativismo, en el “y tú más”, no ayuda a los compañeros que se han sentido insultados. ¿Que les protejan sus medios? Pues volvemos a la casilla número dos. Con muchas redacciones abiertas en canal es difícil encontrar ese brazo en el que llorar. El maltrato hace un sándwich con muchos compañeros. ¿A inspección de trabajo? No hay relación laboral. ¿Al juzgado? Media España debería estar presa por falta de educación. Ser grosero, ser pesado, ser abusón o ser machista no es delito, pero cuando se ejerce esa presión desde una determinada posición es moralmente reprobable. Y de eso deberíamos estar hablando. Si le interesara a alguien. Sin poder para pedir que rueden cabezas, el eslabón más débil es la única presa.

Matar al mensajero, cuando por el camino ha estropeado tanto la misiva que resulta ilegible, puede ser justo. Pero no lo es menospreciar el malestar que ha sufrido un grupo de trabajadores. Ningún abuso es justificable. Aunque la autoridad competente (que parece que eso es la APM) no haya defendido ni a todos por igual ni a todos los que se lo merecían antes. Su actuación no puede ser excusa para que los que amedrentan a un trabajador lo sigan haciendo. Y el anonimato es necesario. Para víctimas y delatores. El juicio público no debería, no debe, ser para ellos.

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