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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Aún puede pasar de todo en Cataluña

Barcelona ofrecerá transporte público gratis a cambio del coche contaminante

Carlos Elordi

La pregunta que muchos, puede que la mayoría, se hacen este viernes es la de cuánto durará este nuevo respiro que nos ha dado la crisis catalana. Es un alivio que la mesa del Parlament no haya ido a la cárcel y que Carmen Forcadell haya estado en ella sólo 12 horas, un tiempo que, por cierto, el juez Llarena le podía haber ahorrado perfectamente. Pero, ¿quién está en condiciones de asegurar que esa aparente vuelta a la cordura vaya a durar más que las treguas anteriores, la que precedió a las cargas del 1 de octubre y la que se rompió con el encarcelamiento de Oriol Junqueras y 8 consellers?

Nadie puede garantizar que eso vaya a ocurrir. Hay demasiadas fuerzas desatadas que actúan en el conflicto como para estar seguro de nada. Está claro que la presión europea, intramuros, por supuesto, ha debido de influir mucho en el cambio de orientación, optando por la moderación, que el gobierno ha dado a su actuación en los últimos días y que el juez Llarena ha interpretado convenientemente. La prudencia, casi inacción, de las fuerzas de orden público frente a los cortes de carreteras y líneas férreas del jueves, ha respondido a ese mismo espíritu y confirma que los políticos, aunque sean del PP, ponen la misma cara de convicción de estar en lo cierto cuando hacen una cosa y la contraria.

Pero, ¿serán capaces los poderes europeos de seguir conteniendo a Rajoy cuando el ala más dura de la derecha, con el refuerzo de la más dura del PSOE y no digamos de Ciudadanos, le eche en cara su pasividad y le acuse poco menos de haberse bajado los pantalones ante el independentismo? Presiones similares se han producido en bastantes ocasiones en los últimos años y meses y Rajoy siempre ha cedido a ellas. Las inopinadas cargas policiales del 1 de octubre, ineficaces y en buena medida insensatas, así como la brutal requisitoria del fiscal Maza contra los miembros del govern, articulada sin rechistar por la juez Lamela, parecen una clara expresión de ese tipo de movimientos.

Pueden perfectamente volver a producirse. Y el hecho de que José María Aznar contuviera tanto sus críticas al gobierno en la gestión de la crisis catalana y dijera que este es un momento para estar todos juntos frente al peligro no garantiza plenamente lo contrario. Aznar, que seguramente también él ha recibido llamadas desde las cancillerías europeas, puede cambiar de opinión de un día para otro. Porque el ambiente en la derecha sigue muy caliente y las banderas españolas siguen en los balcones. Y en ese ten con ten de resultado imprevisible Rajoy se juega tanto como el liderazgo de la derecha. Además, ¿cómo fiarse de que alguien como él que ha hecho tantas cosas mal, y algunas rematadamente mal, en esta crisis vaya ahora a hacerlo bien?

La deriva del Ciudadanos hacia el autoritarismo sin contemplaciones con el catalanismo es otro factor preocupante en ese contexto. Porque las encuestas dicen que está teniendo un gran éxito de público. Y puede que llegue el momento que el PP le diga a Rajoy que hay parar esa eventual sangría. Y eso sólo podrá hacerse de una manera: dando caña al independentismo.

Está claro que éste no se encuentra en su mejor momento. El encarcelamiento de los consellers, y, a su manera, también la huida de Puigdemont, le ha dado un respiro no pequeño, frenando la decepción que en su mundo habría producido comprobar que el 155 anulaba la emoción que siguió a la declaración de independencia y que tanto esfuerzo e ilusión se podían quedar en nada. Pero las dudas han vuelto y el hecho de que Carmen Forcadell y la mesa del parlament hayan aceptado la validez jurídica de ese 155 y que la DUI fue únicamente simbólica puede estar llevando a algunos independentistas a concluir que la estrategia del procés era errónea, que no conducía a nada políticamente concreto.

El guirigay en el que los distintos partidos independentistas se han metido a la hora de establecer las alianzas electorales, con varios tenores distintos interpretando partituras distintas a esos efectos, no está precisamente contribuyendo a serenar los ánimos en ese mundo. Y la jornada de lucha del jueves, que sólo un sector probablemente minoritario del mismo ha apoyado, tampoco. Porque enfadó a mucha gente, y de todos los colores.

Se podría sacar la conclusión de que tanta confusión puede tener consecuencias electorales el 21 de diciembre. Es decir, que lleve a una parte de los votantes independentistas a alejarse de los partidos de ese signo y a encaminarse hacia la abstención o a acercarse a la propuesta que está tratando de pergeñar el Partido Socialista de Catalunya, con la incorporación de lo queda de Unió Democrática en sus listas.

Pero esa impresión sería seguramente apresurada. Primero, porque, visto con los ojos de los independentistas, ninguno de los errores cometidos hasta ahora es dramático ni irreparable. Segundo porque todos y cada uno de los actores en escena, desde Puigdemont hasta la CUP pasando por todos los demás, tienen aún margen de maniobra para adaptarse a lo posible y caben muchos arreglos y pactos de última hora. Y tercero porque el independentismo es un movimiento demasiado sólido como para que se pueda descomponer fácilmente.

Este sábado veremos cuanta capacidad de movilización conserva. Y dentro de pocas semanas sabremos si su relato y su proyecto de futuro han sabido adecuarse a las nuevas circunstancias, a los reveses sufridos. Pero hoy por hoy sigue siendo el claro favorito para ganar las elecciones.

¿Qué pueden hacer sus rivales para impedir que ese pronóstico se cumpla? Se puede pensar en lo peor, aunque también en lo menos malo. En todo caso, y seguramente gracias a Europa, la tentación de hacer barbaridades parece hoy por hoy arrumbada. No pocos creen que en breve los consellers saldrán de prisión y hasta que Puigdemont volverá para hacer campaña en libertad. Pero esa impresión puede durar poco. Y el panorama puede de nuevo cambiar mucho de un día para otro.

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