La UE y el nuevo espíritu del comercio internacional
En 1992, Deng Xiaoping —quien había ejercido la máxima autoridad en la República Popular China durante décadas— se encontraba reflexionando sobre el papel de los recursos naturales en la nueva configuración del orden internacional. La Unión Soviética acababa de disolverse y China se adentraba en una etapa de modernización industrial, basada en el atractivo que su mano de obra barata y disciplinada despertaba entre las compañías transnacionales occidentales. En ese contexto, Xiaoping destacó la relevancia estratégica de unos recursos ampliamente desconocidos al afirmar con rotundidad: “Oriente Medio tiene petróleo; China tiene tierras raras”.
Las tierras raras —un conjunto de 17 elementos químicos— se hallan en concentraciones muy bajas dentro de minerales más comunes, pero poseen propiedades físicas excepcionales que las hacen insustituibles en sectores de alta tecnología como la electrónica, las energías renovables y la industria militar. Son, por tanto, esenciales para la transición energética y digital. Aunque China posee grandes reservas, su verdadera ventaja proviene de la política industrial planificada desde los años ochenta, que le ha permitido dominar toda la cadena de valor desde la mina hasta el producto tecnológico final. Como consecuencia, actualmente existe un cuasi-monopolio global: en varios de estos elementos —y en otros minerales críticos— China concentra más del 90% del procesamiento y refinamiento mundial.
La advertencia de Deng Xiaoping pasó casi desapercibida en su momento. Al finalizar el siglo XX China se había convertido en el taller del mundo, pero su producción de bajo valor añadido no despertaba ninguna preocupación en Occidente. Al contrario, China era un instrumento útil con el que elevar los beneficios de las grandes empresas occidentales, mientras que Bill Clinton promovió la entrada de China a la OMC empujado por su creencia de que integrar a más países en el orden económico liberal sería beneficioso para Estados Unidos. En muy poco tiempo, sin embargo, China pasó de ser el taller del mundo a convertirse en una potencia tecnológica de primer orden y, según la ONUDI, su participación en la producción industrial mundial ha pasado del 6% en 2000 a una proyección del 45% para 2030.
Xiaoping estableció una comparación con Oriente Medio porque sabía que el monopolio sobre las tierras raras era también un arma geopolítica. Al fin y al cabo, el comercio se ha utilizado como arma desde el principio de los tiempos. Sin embargo, en las últimas décadas hemos vivido bajo la cosmovisión de que cualquier país, sobre todo los occidentales, podía obtener a través del comercio todo aquello que necesitara. No obstante, la mayoría de los analistas coincide en que el despertar de ese sueño liberal tuvo lugar en 2010. Aquel año un incidente menor entre Pekín y Tokio derivó en un embargo de facto de las exportaciones chinas de estos materiales hacia Japón, país entonces casi totalmente dependiente de su importación para sostener su industria electrónica y tecnológica. Los países desarrollados constataron su vulnerabilidad ante China: en cualquier momento el gigante asiático podía hacer colapsar las cadenas de valor de las economías occidentales. Exactamente del mismo modo que los países de la OPEP podían hacer temblar las economías basadas en combustibles fósiles.
Desde aquellos años, que coincidieron con la crisis financiera internacional, Estados Unidos orientó su visión hacia China. Barack Obama aprobó la estrategia ‘Pivot to Asia’, cuya estela continuarían tanto Donald Trump como Joe Biden. Desde entonces Estados Unidos considera ya explícitamente que China es su adversario principal, y no ha parado de trabajar para obstaculizar su desarrollo económico. En particular, Estados Unidos está preocupado por el desarrollo de la industria china de semiconductores, que podría fortalecer el creciente poder militar chino. Sin embargo, estos semiconductores requieren tierras raras para su producción, y ese suministro lo controla China. De ahí que la situación se haya vuelto especialmente enrevesada y compleja.
En este nuevo mapa geopolítico la Unión Europea es solamente parte del tablero, no un actor relevante. Y uno de esos lugares en los que se está disputando esta batalla es Países Bajos. Cuando en 2023 Estados Unidos aprobó nuevas medidas para ralentizar el desarrollo de la industria de semiconductores china, los funcionarios de la administración Biden declararon que esperaban medidas similares por parte de Países Bajos y de Japón: una forma relativamente clara de decirle a los países aliados lo que deben hacer.
En Países Bajos se encuentra uno de los nodos más importantes en la producción de semiconductores y, siguiendo indicaciones estadounidenses, el gobierno neerlandés estableció en 2023 restricciones a las exportaciones de ciertos chips a China. Hace unas semanas, y de nuevo bajo presión estadounidense, el gobierno de Países Bajos ha intervenido la empresa Nexperia —que había sido comprada en 2018 por una empresa china con participación estatal—, aludiendo motivos de seguridad nacional. Como respuesta, China ha bloqueado la exportación de los semiconductores de la empresa —cuya última fase de producción tiene lugar en China— hacia Europa, lo que ha puesto en una situación difícil a la industria automovilística europea. Un evento complejo que ha vuelto a revelar la vulnerabilidad de la Unión Europea —y el seguidismo fiel de algunos de sus países miembros respecto a los intereses de Estados Unidos—.
Esta disputa sobre los chips tiene lugar al mismo tiempo que China, en represalia por los aranceles de Estados Unidos, ha introducido nuevas restricciones a la exportación de tierras raras. Ya lo había hecho en casos anteriores, pero ahora la escala ha crecido. Y con este simple movimiento se ha producido un terremoto en las cadenas de valor globales de la producción occidental de bienes tecnológicos. De momento todo ha culminado con un acuerdo temporal —de un año de duración— entre China y Estados Unidos que ha aliviado tensiones y facilitado de nuevo el flujo de tierras raras desde Asia hasta Occidente.
Todos estos choques demuestran que, en términos generales, China y Estados Unidos están compitiendo y cooperando al mismo tiempo. Se necesitan mutuamente y se temen por igual. Ambos han convertido la política industrial en una cuestión de seguridad nacional, enterrando definitivamente la era neoliberal en las relaciones internacionales. En los próximos años veremos cómo cobran mayor protagonismo las expresiones inglesas «weaponization of trade» y «securitization of trade», ambas reflejando que el comercio internacional ya no es un instrumento de cooperación económica, sino una herramienta más de poder, coerción y seguridad nacional.
El problema adicional para la Unión Europea es que no hay indicios de que quiera convertirse en un actor relevante en el nuevo orden internacional en gestación. Atrapada entre dos poderes enfrentados, la UE no parece decidida a reivindicar su autonomía; de hecho, en la práctica opera como una correa de transmisión más o menos fiel de los intereses de Estados Unidos, como pone de manifiesto el ejemplo de Países Bajos. En estos momentos la Unión Europea sigue siendo dependiente políticamente de Estados Unidos, energéticamente de Rusia e industrialmente de Asia: un panorama desolador para su futuro en plena crisis ecosocial. Expresión de esta realidad es que la UE no ha pintado nada en las conversaciones entre Estados Unidos y China, mientras que las críticas de la Comisión Europea siempre se dirigen contra China y nunca contra Estados Unidos. La única voz discordante es precisamente la de España, que está intentando mantener relaciones diplomáticas y comerciales con China al mismo nivel de las que se tiene con cualquier otro país.
Hay muchas voces europeas reclamando un cambio de rumbo, y algunas leyes apuntan en la dirección de recuperar autonomía económica y militar (destacadamente la European Industrial Strategy de 2020, la Chips Act de 2023 y el plan ReArm Europe de 2025), pero la dirigencia europea se resiste a cortar el cordón umbilical con Estados Unidos. La noción de “autonomía estratégica” —que la propia Comisión Europea definió como la capacidad de actuar por cuenta propia en materia económica, industrial, tecnológica y militar— ha quedado, hasta ahora, en un ejercicio retórico. Sin embargo, el nuevo escenario multipolar obliga a convertirla en un principio rector de la política europea. Las múltiples dependencias han revelado el carácter subordinado de la UE en la jerarquía global. Recuperar autonomía no implica aislarse, sino asumir que solo una Europa con capacidad industrial propia, control de sus recursos críticos y una política exterior coherente podrá defender su modelo social y su transición ecológica en un mundo de competencia creciente por la materia y la energía.
Hay que recordar, también, que el suministro de esos minerales críticos y tierras raras se consigue a un importante coste ecológico y social en las llamadas “fronteras de extracción” del capitalismo, lo que en muchos casos implica una fuerte resistencia popular, y obliga a medir bien lo que se quiere hacer y cómo se quiere llevar a cabo. En este dilema la reducción del consumo de energía y materiales puede ayudar a reducir la magnitud de las demandas de minerales críticos y, por ende, del impacto ecológico.
En todo caso, si la Unión Europea aspira a seguir siendo un actor con voz propia necesita emanciparse de la tutela estadounidense, reequilibrar sus asimétricas relaciones internas —existe un centro y una periferia dentro de la UE—, reconstruir su base industrial y asumir una diplomacia autónoma, orientada al equilibrio cooperativo y no a la alineación partidista. Solo entonces el modelo social europeo, que con sus deficiencias es un producto histórico valioso, puede tener opciones de preservarse en el nuevo orden internacional bajo el telón de fondo de la crisis ecosocial.
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