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La violencia contra las mujeres, la peor cara de la desigualdad

Pancarta contra la violencia machista en una manifestación en Madrid, en una imagen de archivo. EFE/Luis Gandarilla.
24 de noviembre de 2025 22:04 h

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Nada de lo que ahora estamos viviendo es nuevo. Lo que algunos presentan como modernidad es, en realidad, el regreso de lo más viejo. Vuelven los discursos del miedo, del odio, de la desconfianza hacia la democracia. Regresa el fascismo con nuevos rostros, pero con las mismas intenciones: dividir, asustar y debilitar a las sociedades abiertas. Por eso no debemos minimizarlo, sino dimensionarlo con la lucidez que da la historia porque solo desde la razón, desde los argumentos que siempre han sostenido los avances democráticos, podremos enfrentarlo.

En este contexto, vivimos en un tiempo en que se fabrican realidades falsas para moldear los estados de ánimo colectivos. Y cuando el ánimo sustituye a la razón, la democracia se vuelve frágil y vulnerable. Esa es la estrategia del autoritarismo contemporáneo: no da golpes de Estado sino golpes de efecto; no quita urnas, desactiva conciencias. Frente a esta deriva, el feminismo se convierte hoy en un contrapeso imprescindible, porque nació precisamente de la razón.

Esta conexión no es casual. Patriarcado y autoritarismo comparten la misma raíz: el sometimiento de las mujeres y la idea de que el poder no debe compartirse. Siempre ha sido así. El fascismo empieza por nosotras, porque controlar nuestros cuerpos, nuestras palabras y nuestras vidas es la antesala de controlar a toda la sociedad. No hay proyecto autoritario que no haya comenzado por silenciar o subordinar a las mujeres.

De ahí que el feminismo surgiera cuando las mujeres dijimos: ¿cómo podéis hablar de libertad, igualdad y fraternidad si la mitad de la humanidad sigue fuera de la ciudadanía? Provenimos del gran movimiento de la Ilustración, de la razón que pide justicia y no de la emoción que busca obediencia. Por eso, el feminismo es, en esencia, la defensa más radical de la democracia; y por eso también es el blanco preferido de quienes pretenden hacer retroceder el tiempo.

Creo firmemente que el feminismo es el movimiento político y ético más lúcido de nuestro tiempo. No es una moda ni una ideología contra los hombres, sino una construcción racional que ha ampliado los límites de la democracia. Cada conquista feminista -el derecho al voto, la educación, las leyes de igualdad, el divorcio, la libertad sexual…- nos ha hecho avanzar a todos, no solo a las mujeres.

Sin embargo, y pese a ello, ahora nos dicen que el feminismo “se ha pasado de frenada”, que ya lo hemos conseguido todo. Pero mientras se pronuncia esa frase, una mujer es asesinada por su pareja o expareja. La violencia de género, la forma más extrema y cruel del machismo, nos recuerda cada día que la igualdad no está consolidada. No hay igualdad posible cuando una mujer muere por querer ser libre; no hay democracia plena cuando hay mujeres que viven con miedo. Cada asesinato machista es un ataque directo a los derechos humanos y al corazón mismo del Estado de derecho.

Por eso no podemos aceptar el discurso negacionista que pretende diluir la violencia que sufrimos las mujeres en una genérica “violencia doméstica”. No es un asunto privado ni de convivencia: es una cuestión política, estructural y profundamente democrática. Combatir la violencia de género es defender la vida, la dignidad y la libertad. Y esta violencia no es un fenómeno aislado, sino la expresión más brutal de un sistema de dominio que también se manifiesta en la prostitución, la explotación sexual, los vientres de alquiler, la cosificación y la mercantilización de los cuerpos de las mujeres. No se puede hablar de igualdad mientras existan mujeres prostituidas o traficadas; no hay democracia posible mientras haya seres humanos -mujeres en su inmensa mayoría- convertidos en mercancía.

A ello se suma la necesidad de abordar la maternidad como un asunto político. Las mujeres jóvenes viven atrapadas entre mensajes contradictorios: se les exige independencia, pero se les penaliza por no tener hijos; se les anima a ser madres, pero sin cambiar las condiciones laborales ni sociales que lo hacen posible. Por eso es imprescindible reorganizar la sociedad para compatibilizar igualdad y maternidad. No puede seguir siendo un asunto privado, sino una cuestión estructural que afecta al futuro mismo de la sociedad.

Así, volvemos al principio: nada de lo que ahora estamos viviendo es nuevo. Es la vieja fábrica de las mentiras, la misma que niega la violencia de género, el cambio climático, la memoria democrática o los derechos humanos. Quieren que el mundo vuelva a ser plano, que las mujeres vuelvan a ser sumisas y que la razón vuelva a ser monopolio de unos pocos.

Pero aquí estamos, sosteniendo la verdad con la fuerza de la historia. El feminismo es el movimiento político más transformador y más justo de nuestro tiempo. Defenderlo es defender la dignidad humana. Por eso, este 25N necesitamos una sociedad que hable alto y claro: ni una menos, ni un derecho menos, ni un paso atrás.

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