Día 2 del estado de alarma: sobre teletrabajo y aplausos
En tiempos del coronavirus, la ventana profesional al mundo es el teléfono, el correo electrónico, esa vídeo-llamada que se entrecorta. Es una ventana chiquitita, empañada por espacios en silencio, un ahora-te-llamo, tontos malentendidos.
Un extraño jet-lag en el que cada acción toma más tiempo, se dilata. El reloj corre distinto. Pierdes esa valiosa información del tú-a-tú, la comunicación no verbal que te dice que tu jefa ahora no está para nada, el resoplar de tu compañero de mesa, el toc-toc en el marco de la puerta del despacho de al lado.
El tiempo pierde su forma. Trabajas y no trabajas. Tecleas un mail, vacías la lavadora. Tienes a la vez la sensación de ir con la lengua fuera y de perder el tiempo, porque el tiempo de alguna forma ha dejado de existir. Te impones una disciplina, te duchas y te vistes, te peinas y hasta te pones colorete. Miras el reloj, y no se mueve. (Ángela desde su ventana al curro desde Sevilla).
(María mirando a la ventana de su vecina en Sevilla) Hemos abierto las ventanas en la tarde dos del Estado de Alarma y quizá porque era temprano no había más vecinos asomados. En cambio, un silencio pesado, y apenas interrumpido por el ruido de un par de palomas que cruzaban el aire de balcón a alfeizar repetidas veces, con un gorjeo inquieto, como si protestaran porque ha empezado a complicarse lo de encontrar comida.
Y entonces hemos pensado que efectivamente las palomas de la ciudad -de lo cual muchos se alegrarán porque son más odiadas que amadas-, pero también los gorriones cada vez más escasos, van a tener que esforzarse más para alimentarse. Sin migas de pan ni otros restos que habitualmente pillan de los veladores, sin los gusanitos que a los niños se les caen, sin la anciana que se bajaba a la plaza a echarles comida, entre ajena y desafiante con la ordenanza que lo prohíbe. Pero no ha desafiado al decreto que nos ha encerrado a todos en casa. En su caso se suma el miedo a ese enemigo invisible que se ceba con “las personas mayores y con patologías previas”. Y que ella no para de oírlo en las noticias.
(Fermín, desde su pueblo, Gerena) Ya van cuatro atardeceres que no salgo de casa (dos de alerta, dos de alarma). Los atardeceres son como el marisco: si lo tomas a gusto, mola, si estás obligado, cansa. Y trabajar al lado de la ventana que da a la calle obliga a ver el atardecer. Cuando la luz empieza a caer es señal de que otro día acabó, de que hay que encender la lámpara interior y que se acerca la hora de bañar al niño.
El lunes ha traído una bajada de velocidad en la wifi. Demasiada gente enganchada en un pueblo pequeño, pero hay la justa para trabajar decentemente. En la calle, antes de que la peatonal donde está la churrería la corte por la mitad, vivimos unos 15 vecinos. Por la ventana los he escuchado aplaudir otra vez. Rodrigo ha querido salir a aplaudir. No le he dejado. Sé que en los niños hay mortalidad cero en China por el coronavirus, pero ser padre implicar ser más médico que el médico.
La ventana de Mario
(Néstor mira hacia afuera desde Málaga) Mario no entiende que me levante de su lado para mirar por la ventana. Pero son las 19.45 y alguien ha gritado. Oh, quizá noticia “¿Qué haces? ¿Hay unas señoras? Ah. ¿Paseando?”. Y al rato:“Otra vez se oye a Mika”. El ladrido de ese perrito inquieto no se confunde con nada.
Ayer todavía se podía cansar a los niños en los jardines de la comunidad. Hoy nos han devuelto a casa. Hoy al escondite juegan tigre y elefante, Peppa y George, y los buscamos con lupa y sombrero.
A las ocho ha visto que más allá de estos pocos metros cuadrados todavía hay luces encendidas, y ha oído que también suenan aplausos. Él también es una ventana por la que pasan la frustración, la alegría, el cansancio, la impaciencia, la ira. Todas pasan y ninguna se queda.
(Javier se ha asomado afuera en Tomares) Calma fuera. Dentro, once años de vitalidad incontrolable. “Los niños se están portando bien”. Tatuada la paciencia, el primer día de teletrabajo no debe diferir mucho de un lunes cualquiera en las tranquilas calles de esta zona de Tomares. A lo lejos, un hombre pasea a su perro. Pienso en que piensa que tiene suerte por ello, que tiene una excusa para salir a la calle, esa bendita rutina diaria ahora aplazada ‘sine die’ por culpa del maldito virus, que tanto daño está haciendo pero que, por qué no, refuerza ciertas fortunas. ¡Y qué bonito ha sido el aplauso viral!, nos repetimos.
Calma dentro, lugar de malabares de manualidades y pantallas, y algunas risas por un chiste. Problemas heredados solamente como tareas. Fuera, silencio roto por el paso de los coches, pocos. Una maldita pared se transforma en red de un día para otro y sirve de nuevo juego a los niños y el vecino. “Héctor, te quieres venir a …”. ¿Qué? Nada, nada“. Un lunes parecido al domingo anterior pero sin que resuenen las voces de los niños en los patios adyacentes y un deber a sumar. Fuera, irremediable recurso: calma tensa. Más que nunca, bendita rutina y bendita suerte, por qué no.
(Desde la ventana de Marián) El sábado, mis vecinos y yo, como toda la ciudad, tocamos las palmas para agradecer el trabajo de los sanitarios. Estuvimos varios minutos aplaudiendo, fue emocionante. Pero el domingo, el hombre que vive en frente de mi balcón colocó una bandera de Espaňa en su terraza y decidió acompaňar las palmas con una flauta y un tamboril. Hoy ha vuelto a repetirlo. Primero ha interpretado la salve rociera, luego el himno y para terminar, cuando, ya eran más de cinco minutos aplaudiendo, ha interpretado una sevillana. Los aplausos se han convertido en palmas acompaňando la música que ha terminado con varios Vivas.
(Lucre, desde otra ventana de Sevilla) Mi vecino, de momento, tiene la moral alta. Sale al balcón a las 20.00, puntual, y empieza a aplaudir: “Que no decaiga”. Quedan muchos días. Todos lo sabemos. Desde el patio, Isabel sale a la azotea. Sus ventanas no dan a la calle. “Pero desde aquí se escucha todo, y cada día hay más aplausos”, dice emocianada.
No es la primera vez que teletrabajamos en casa, aunque sí es la primera vez que montamos la escuela en casa. Y el tiempo para mis hijas discurre lento. “¿Qué hora es?”. Para mí también. Tengo sensación de estrés y de ir corriendo, y no me he movido de casa. Pero ya son las ocho.
Después de una jornada de teletrabajo, aplaudir a los sanitarios se ha convertido también en un momento para recordar que están todos ahí, al otro lado. Que estamos todos en el mismo barco. Y en un ratito para alabar los geranios del balcón, entablar conversación banal, reconocernos. Porque tenemos una cita. Mañana también. Y como dice mi vecino, que no decaiga.
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