Día 3 de estado de alarma: los mayores
Mi madre vive en la tercera planta de un edificio en Lepe desde el que divisa buena parte del sur del pueblo. “Antes, pasaban coches todo el rato, ahora de vez en cuando”. Se suele sentar ante la ventana para coser a la luz del sol que cae a su espalda casi a las ocho de la tarde.
No sabe estar sola, y se ha quedado viuda hace dos meses. Le machacamos el teléfono varias veces al día. Dice, ingenuamente, que a sus vecinas sí las visitan las amigas, ignorando el peligro que ello supone. “Ya no sé cuando es lunes o domingo”. En realidad, lo sabe, porque los fines de semana no sale Belén Esteban en su televisor, y los lunes ya ve a Juan y Medio. Que se quede sin tele es nuestro temor ahora. La vida, a veces, tiene temores tan sencillos para problemas tan grandes. (La ventana de la madre de Fermín, en Lepe)
(Desde Sevilla, la ventana de Kala, que cuenta Alejandro) Marifé necesita que paseen a Kala. Por fin, tras varios días de caos controlado, el grupo de Whatsapp para ayudar a las personas mayores o dependientes sirve para algo concreto. Ramuca, la Red de Apoyo mutuo de la Macarena, ha dado sus frutos.
Marifé suma 53 años y sufre una afección que le impide salir a la calle con el virus dando guerra. Kala es una perrita mansa y con cara de buena… aunque sus hechuras de pastor alemán hacen temer lo contrario. De un plumazo, una decena de personas se han ofrecido a pasear a Kala por la mañana y por la noche.
Tras tres décadas enseñando inglés, lleva dos años de baja por una enfermedad que le hace sentir muy cansada. Desde su ventana, ve estos días las bulliciosas calles de su barrio vacías y desoladas. Las señoras que pasean por la azotea de su edificio o los vecinos que se intercambian la bicicleta estática.
Ella, que ha trabajado siempre en la enseñanza pública, cree que el pueblo se ayuda solo “desde abajo”. La experiencia con Kala le ha revelado además que “hay gente con corazones muy grandes”. Ella, que siempre ha ayudado a las personas menos favorecidas de su barrio, ve, emocionada, que ahora son ella y su perrita las que reciben todas las atenciones. “No me lo esperaba. Me ha impactado mucho”, confiesa con emoción.
Saldo dudoso
(La ventana de Carmina) Carmina, que así se llama mi madre, tiene 95 años y una terraza muy grande que hace esquina, con una cristalera amplia por dónde le entra la luz durante todo el día. Aunque desde hace ya algún tiempo no puede salir a la terraza y pasa la mayor parte del día en su sillón ortopédico, al llegar las 20.00 de la tarde le abren el balcón para que escuche los aplausos de la calle. Como casi todos los que vivieron la guerra tiene miedo al desabastecimiento, lo lleva impreso en el ADN de la memoria, y eso la trae de cabeza.
El no salir a la calle le importa poco, pues su visita semanal en su silla de ruedas a la peluquería casi se había convertido más en una tortura que en otra cosa, eso que gana con el estado de alarma. Por protegerla del virus, dada su avanzada edad, sus hijos, que somos muchos, decidimos no ir a visitarla. A estas alturas de su vida no sé si le sale a cuenta la protección sanitaria frente a la soledad impuesta.
Verse
(La ventana de Margarita) “Ya te estaba echando de menos”. Ayer no llamé a mis padres, pero en los días lentos de pandemia, las horas se alargan. Son las 21.00 y los he pillado viendo el informativo. “Qué ojo tienes”. Mi madre se hizo de Netflix poquito antes de que llegara el virus, gracias a las “habilidades tecnológicas” de una de sus nietas, aunque como ciberabuela está bastante entrenada. Ahora la novedad ha resultado ser una inversión. Está desatando su afición monárquica. Empezó con The Crown y camina peligrosamente hacia documentales de Lady D. “Así sólo escuchamos las noticias a primera hora y a última, que todo el día no puede ser con este asunto”. Mi madre no se aburre. Yo no lo he visto nunca. Pero echa de menos salir. Hoy lo ha hecho a las tres de la tarde “que no hay nadie”, para ir a la compra.
En su patio de Madrid también salen a aplaudir a las 20.00. Un montón de vecinos. Con gritos de bravo incluidos, me dice. Pero mañana, “hablamos mejor a las 20.15” para poder ver las noticias. “Y probamos la vídeollamada”. Qué importante es verse. En estos días, también.
Elegir libremente
(La ventana de la madre de Olga) En una de las casas que conforman una de las primeras urbanizaciones de VPO con viviendas pareadas construida en Dos Hermanas, hace ya casi medio siglo, mi madre se asoma a su azotea y me hace la crónica con mensajes de voz, como le he pedido. Me pregunta si escucho de fondo la música, porque cada día salen los vecinos con niños al jardín (todas las casas tienen uno) y bailan o hacen ejercicio con ellos. Los críos se llaman a voces unos a otros, de jardín a jardín, y ríen por encima de la zozobra de un encierro que en estos barrios se sobrelleva mejor que en las ciudades.
No puedo evitar preguntarle si se respeta el confinamiento, alejados como están del casco urbano y, por tanto, del foco de la autoridad. Me cuenta que la tiendecita de la esquina, por ejemplo, ya no deja entrar, sino que la dueña ha colocado el mostrador en la puerta, y los clientes ya no pueden detener la vista en los productos. El otro día ella fue por patatas y le preguntó la tendera que de cuáles las quería. Le sacó por encima del mostrador dos tipos para que eligiera. Pensaba comprar más cosas, como suele hacer en el barrio, pero como no las podía ver, se marchó con sus patatas. “Y es que estamos acostumbrados a mirar y elegir libremente”, me reflexiona.
La ventana del paladar
(La ventana de Casilda) Desde Valladolid, me llega por whatsapp el último reporte de mi tía sobre mi abuela Casilda, que en pocos días celebrará su 100 cumpleaños, al que no podré acudir.
“La casa bien, sin novedad. Mamá con ganas de cambiar de menú (sugiriendo puré de albóndigas). El tiempo hoy está espléndido, soleado y fresquito, las acelgas esperando que las esquilen un poco, que les ha crecido demasiado el vestido. Los ciruelos ya verdes y morados de hojas tiernas; la higuera sacando al sol sus primeros brotecillos. ¡Y el silencio! Ese silencio espectacular. ¡Qué impresionante!
Aquí pareciera que se ha detenido la vida...“
Es difícil imaginar cómo vive este tiempo extraño quien ya ha doblegado con creces al calendario. Quien ha vivido una guerra, una posguerra, 40 años de dictadura. Quien entre cacerolas y 14 hijos guardaba trozos de papel para escribir poemas. Casi no sale a la calle, así que su ventana al mundo es el paladar, ese puré de albóndigas que ahora le apetece. Las películas de Manolo Escobar, que traen fritos a mis tíos pero a ella le entretienen porque tienen más cante que diálogos. Las largas siestas en la planta baja, a donde han trasladado su dormitorio.
Su ventana al mundo es su paladar, Manolo Escobar, sus recuerdos. Y el cariño de quienes la tenemos lejos.
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