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Piratas de la cultura

El Informe del ministerio de Cultura retrata los hábitos de consumo de los españoles

Santi Fernández Patón

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Durante demasiados años hemos tenido que oír a ministros y ministras de cultura y a creadores, la mayoría progres, todo aquello de cómo la “piratería” estaba saqueando el buque de la expresión artística. En un tono apocalíptico nos enteraron de que no solo la música, sino también los propios músicos, iban a desaparecer. El cine ya estaba en vías de extinción, mientras que los escritores eran conscientes de que la horda corsaria estaba esquilmando el tesoro de los libros. Y todo ello sin sables, cañones ni abordajes, sino a golpe de clic. Pérfidos hackers encerrados en sus covachas, atiborrados de estupefacientes y productos azucarados, habían convertido los viejos casetes, fotocopiadoras y cintas VHS en cachivaches retro. Ahora entregaban a los potenciales terroristas culturales sus armas de destrucción, tanto más masivas cuanto que eran descargables de forma gratuita.

El discurso, no tan parodiado como puedan dar a entender estas líneas, en realidad lo promovía la gran industria, sobre todo la musical. Esto volvía aún más triste las pataletas de algunos intérpretes, que consideraban que el peer to peer era el responsable de sus sueños de grandeza truncados. Andy y Lucas de repente eran erigidos en referente cultural, ni más ni menos, y Miguel Bosé, ese defraudador, se convertía en un honrado trabajador al que, sencillamente, no le gustaba que unos cuantos negros indocumentados se intentaran buscar la vida en el top manta.

Las sentencias, claro, les callaban la boca una vez tras otra. Algunos casos fueron sonados e ilustrativos, de modo que contribuyeron a poner las cosas en su sitio. Recuerdo especialmente el de Pablo Soto (2008), luego concejal en el Gobierno de Carmena, cuya brillante defensa corrió a cargo de Javier de la Cueva y David Bravo, a los que nunca se agradecerá lo suficiente tanto como hicieron, ellos sí, por dirimir qué es cultura y qué es industria, dónde acaba la difusión y empieza el robo y, sobre todo, cuánto de ridículo había en culpar a un desarrollador informático del uso que miles de personas pudieran hacer de su programa, como si a los responsables de Xerox les metieran un paquete por cada estudiante que se fotocopiara un libro de texto con copyright.

Puertas al mar

Las casas de discos, como se decía antes, calculaban el precio total de mercado de los cd descargados de su catálogo y afirmaban que esa era la pérdida que estaban sufriendo. De todos era sabido que un melómano compulsivo, o simplemente un usuario compulsivo, no podría permitirse nunca la compra de los 100 álbumes que en una noche se bajaba en su ordenador por la sencilla razón de la gratuidad, y por tanto su acto no suponía pérdidas para las discográficas. Muchos artistas, por el contrario, obtuvieron de este modo cierta repercusión.

Yo siempre que podía me bajaba películas antiguas, imposibles de encontrar desde que cerraron los videoclubs, películas de autores que admiraba y que nunca se reponían: películas, en definitiva, que de otro modo jamás habría podido ver. A veces leía cómo sus propios directores despotricaban contra gente como yo. Se conoce que en muchos casos preferían que nadie viera su obra antes de que lo hiciera mediante una descarga no regulada.

Una reciente encuesta del Ministerio de Cultura acaba de revelar lo que mucha gente venía repitiendo machaconamente: si todas esas películas y discos estuvieran accesibles en la red a precios razonables, dejaríamos de echar horas tediosas de rastreo para encontrar los productos de forma gratuita y alegal. Las descargas de vídeo y música, señala la encuesta, han caído de más del 16% a un 3,7% gracias al boom de las plataformas digitales y en streaming. En mi casa ahora podemos alquilarnos clásicos en Filmin por dos euros, por ejemplo.

Al final, por muchos advenedizos de pocos escrúpulos que pudieran sacar tajada, parece que no había tantos piratas, sino más bien que algunos intentaban ponerle puertas al mar.

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