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Solo para monárquicos

El Rey Felipe VI y el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Carlos Lesmes, a su llegada al Palacio de Justicia, en Madrid, para el acto de apertura del año judicial 2020/2021.

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Esta columna debería escribirla un monárquico pero, en el fondo, creo, de verdad, que hay pocos.

Que la existencia de un CGPJ caducado durante dos años es, al menos, una anomalía constitucional debería ser una reflexión compartida por todos. Que el jefe de Estado no se puede mostrar complaciente, aunque fuera simbólicamente, con esa situación, con esa falla constitucional, en tanto que árbitro y moderador del funcionamiento normal de las instituciones, debería también serlo. Lo cierto es que estamos en un caso de esos anormales: el CGPJ no se renueva, como prevé la Constitución, desde hace dos años, y ello por el comportamiento filibustero y partidario de uno de los dos partidos mayoritarios del Estado.

Claro que podríamos decir que el CGPJ es víctima también de tamaño desafuero, pero no se comporta como si así fuera. De hecho, los llamados a la normalidad por parte de su presidente y del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes, no se corresponden con su impostada acritud: siguen nombrando jueces; los jueces, de una mayoría muy señalada, se dejan nombrar en detrimento de otros, de otras sensibilidades o ninguna; y no parece que los caducados constitucionalmente estén dispuestos a uno de los actos más edificantes de toda democracia: la renuncia. A todo esto, la Constitución, no sin un cierto regusto de tradición añeja, más que real en una monarquía parlamentaria, afirma solemnemente que la justicia se administra en nombre del Rey.

Además, tanto la Constitución española como la Ley Orgánica del Poder Judicial determinan que el Rey, para un periodo de cinco años, en su totalidad, nombra al presidente y a los veinte miembros del CGPJ.

La Constitución también deja claro que los actos de Rey, todos excepto los previstos expresamente en el texto constitucional, deben ser refrendados por el presidente o algún miembro del poder ejecutivo. No es el caso. El Rey, en la monarquía parlamentaria española, no tiene poder propio, por eso, como contrapartida no es responsable, es inviolable. El poder ejecutivo, como uno de los poderes del Estado –el Rey no lo es–, tiene el derecho y la obligación de manifestarlo, si está en desacuerdo, en este caso, con el órgano de gobierno del Poder Judicial, cuando este se encuentre en precario constitucional.

Para los que defienden que no cabe la crítica entre poderes les recomiendo que no solo invoquen sino que lean a Montesquieu –ciertamente preocupado por los excesos del poder judicial– y, de camino, si les queda tiempo, a Madison y Jefferson, padres de la democracia norteamericana, del sistema de controles y equilibrios. Aprovecho la ocasión para recordar que los jueces estatales en EEUU se someten al principio electivo y los federales son nombrados por el Ejecutivo, el presidente de la República, con la participación del otro poder electo, el Legislativo, a través del Senado.

En fin, con todo lo dicho, el CGPJ convida al jefe del Estado a una ceremonia en la que, por resumir, el Rey se iba a encontrar con el papelón –vulgo, encerrona– de bendecir y legitimar a un órgano constitucional caducado pero activo de forma partidaria. Y quien refrenda constitucionalmente ese acto del Rey –porque no es un acto de cortesía– dice que no. Y Lesmes y los legistas del Rey, en una actitud impropia de una monarquía parlamentaria, se enojan y lo manifiestan públicamente. Porque recordemos el aforismo romano: iura novit curia; el juez conoce la ley. No tienen excusas en su deslealtad a la Corona pretendiendo utilizarla.

Luego vienen los detalles, dicen que por cortesía, publicada en cualquier caso, que el monarca ha lamentado no ir, en llamada a Lesmes. Y en esto el Rey ha errado, no es una cuestión de cortesía, es de relación correcta entre poderes y el Rey no es sino expresión neutral de una forma determinada de Estado, en este caso monarquía parlamentaria. Un error peor del que estamos dispuestos a considerar y que los monárquicos deberían analizar en toda su gravedad con seriedad.

Bien es cierto que en la teoría monárquica, preconstitucional, por supuesto, el Rey tiene dos cuerpos, como bien escribió Ernest Kantorowicz: uno el suyo natural, físico y, digamos, impropiamente privado; otro, el de la majestad de su dignidad como rey. Los teóricos monárquicos, de verdad, en tiempos de monarquía parlamentaria, deberían estar que trinan. Podrán tener dudas de que, desde el punto de vista del primer cuerpo, el de su naturaleza humana, el Rey no representa perfiles destacables. Pero lo importante es lo segundo: no demuestra majestad, es decir, en este caso, dentro de la lógica dinástica no demuestra la trascendencia de su dignidad, más allá de quién ocupe la Corona, ahora Felipe y después, quizá, su heredera. Según Pierre Bourdieu, la trascendencia es la “Casa”, la ocupe quien la ocupe, esa es la esencia de la monarquía. En tiempos constitucionales, la majestad es conocer su papel en el reparto constitucional, no excederlo, ser neutral y estar al nivel de la propia institución monárquica y no ponerla en un riesgo latente. Nobless oblige. No puedo dejar de señalar aquel grito de los puritanos ingleses: luchamos contra el rey para defender al Rey.

La monarquía española tiene dentro su propia pedagogía en la figura de la reina honorífica: doña Sofía, madre dilecta del monarca. Su dinastía fue desalojada, primero de manera abrupta, de la Corona helena, y luego, democráticamente, mediante un referéndum. En dicho referéndum, Sofía tuvo la oportunidad de apoyar a su hermano Constantino, que hizo campaña democráticamente a favor de la monarquía y su corona. Hoy, se encuentra felizmente en su país, Grecia, disfrutando, como todo griego que pueda, de sus bienes y trabajo como un ciudadano más.

No puedo entrar en el terreno de los perfiles psicológicos ni de herencias culturales dinásticas familiares, que habría mucho que hablar, pero sí me parece impropio de una monarquía parlamentaria invocar noblezas, sea real o nobleza de togas. No beneficia a la institución.

N.B. Los republicanos no deberían hacer descansar sus aspiraciones legítimas en los errores de la monarquía sino en los fundamentos racionales de la vigencia de la virtud republicana.

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