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No ficción

La bandera de Ucrania

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Entre las variadas razones por las que me sorprenden las listas de libros más vendidos, cuento ese empeño en separar las obras en dos categorías, ficción y no ficción, como si estuviera siempre clara esa línea divisoria, como si acaso el poeta no fuera un fingidor o las mejores tragedias no tuvieran algo de tratado filosófico. Por las mismas, cabe preguntarse si cualquier construcción verosímil del “relato” de lo que sucede, más aún si se trata de una realidad compleja y mediada por intereses varios, no está envuelta en una espesa niebla en la que ideas, valores o prejuicios desdibujan lo real. Espero que, como en mis tiempos de estudiante de periodismo, en las facultades continúen advirtiendo de los peligros de esto último y enseñando a identificarlos y superarlos.

Desde hace pocos días, Ucrania y su guerra se han instalado en nuestras pantallas y corazones. Apenas sin contextualizar. Para los profanos en la materia –es decir, para la inmensa mayoría de nosotros, incluidos los periodistas no especializados en esta zona del mundo- es como si un país y un conflicto hubiera crecido de pronto en medio del salón. Como si acaso no hubiera un antes, ni una raíz, ni una historia, ni una situación política, económica y social, ni un conjunto fabulosamente ensamblado de tensiones internacionales entre grandes potencias. De repente, Ucrania. La falta de contexto y la magnitud del impacto noquea. No nos habíamos acabado el peliculón de Otto Preminger sobre el crepúsculo de Pablo Casado cuando estamos de lleno insertos en informaciones deslavazadas de una contienda bélica. Por instantes nos embarga una extraña sensación de irrealidad. Sin embargo, los misiles, los muertos y los desplazados son de carne y hueso. Es verdad lo que sucede. Pero sucede que (nos) sucede sin contexto, o con una versión acelerada del mismo, que de prolongarse en el tiempo se nos irá extinguiendo en la pantalla y en las páginas del periódico, del mismo modo que se nos disipó Afganistán o cualquier otra parte del mundo y de la realidad en la que se enciendan y apaguen los focos de forma intermitente. Me temo que la permanencia de la guerra de Ucrania en la agenda setting dependerá, más que de la magnitud del desastre humanitario, de los intereses en juego.  

Nos llegan y no nos llegan imágenes, es decir, vemos en bucle el mismo edificio reventado por un proyectil y a la misma mujer llorando, pero nadie nos explica del todo cómo en este mundo de cámaras en el bolsillo no disponemos de un retrato más complejo

También de repente se nos han llenado las tertulias de radio y televisión de analistas que, sin reconocer que también les falta contexto y conocimiento del terreno, sin advertir de que su aproximación puede ser torpe y de que, en una guerra, la primera baja es la de la información -por lo que han de estudiar mucho y ser sumamente escrupulosos con los discursos que ya vienen enlatados-, ponen voz de certeza para tratar de ofrecernos en pocos minutos su visión sobre el conflicto. (De los propagandistas de lo suyo que surcan las redes, ya, ni hablamos: si para que la realidad les dé la razón y se adapte a su ideología hace falta estrangularla, adelgazarla y deformarla, pues lo hacen. En estos días, los hemos visto afirmar que Putin es comunista o que el problema se reduce a que este puñetero mundo está gobernado por hombres. Este es el nivel).

La sensación de ensueño, de irrealidad de lo real, se acrecienta por varios motivos. Nos cuentan que Estados Unidos y sus satélites tienen constancia de dónde se encuentra exactamente cada tanque, pero, a la vez, el enviado especial a la zona reconoce que nadie sabe qué está pasando a las afueras de la ciudad, desde donde llegan con el viento ráfagas de la batalla. Nos llegan y no nos llegan imágenes, es decir, vemos en bucle el mismo edificio reventado por un proyectil y a la misma mujer llorando desesperada, pero nadie nos explica del todo cómo en este mundo de las cámaras en el bolsillo no disponemos de un retrato más complejo del momento. Los bulos, que quieren dar por actuales fotografías y vídeos de otros tiempos y lugares, inundan los medios y las redes; quienes se encargan de desmontar y denunciar los ‘fakes’ no dan abasto en estos días.

Hay un elemento que simboliza de forma casi literaria esta sensación de que todo es tan real que parece mentira, y sus posibles viceversas. Es el hecho de que Zelenski interpretara al presidente en una serie de Netflix. Tanto es así que se han tomado secuencias de la ficción para aderezar ciertas informaciones. En el 11-S, los aviones que se estrellaban contra las Torres Gemelas se nos antojaron de pronto la promo de la peli que iban a echar por la noche. En sentido inverso, la verosimilitud de las series de acción hacen que las verdaderas escenas de guerra nos parezcan inverosímiles. Tremenda paradoja. Por la misma pantalla nos entra una guerra de verdad, descontextualizada, con los papeles repartidos de forma esquemática, y también nos entran los tiros de mentira de las series de ficción hiperrealistas. En ambos casos somos público. Esta convivencia emborronada entre ficción y no ficción tiene en nosotros efectos cognitivos y emocionales. Sobre todo cuando el shock es de grandes dimensiones, como es el caso. Ojo avizor.  

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