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No estamos locos, ¿sabemos lo que queremos?

Manifestación, años atrás, para exigir el aumento de recursos públicos para la salud mental.

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El abandono en los Juegos Olímpicos de Tokio de la gimnasta estadounidense Simone Biles ha causado impacto global. Su ansiedad se ha conectado con la de la tenista japonesa Naomi Osaka. Pero la imagen más elocuente, para mí, del carrusel desquiciado en que todos –no solo la elite deportiva– giramos es la del yudoca español Niko Shera bicampeón mundial, saltando del tatami para arrodillarse llorando ante su entrenador al perder la opción de medalla, hundido y aun así prometiendo que luchará para subir al podio en los próximos Juegos, los de París 2024.

El día antes, en su combate de cuartos, Nikoloz Sherazadishvili –nombre completo del deportista de origen georgiano– llegó a perder el conocimiento por una maniobra de ahorcamiento de su oponente que crónicas deportivas llaman “habitual”. En estos mismos juegos la tenista española Paula Badosa abandonó la pista en silla de ruedas por un golpe de calor y su colega ruso Daniil Medvedev gritó al juez de silla en plena eliminatoria a 38ºC: “Puedo terminar el partido pero puedo morir. Si muero, ¿serás el responsable?”

La angustia extrema entre grandes deportistas, ¿es excepcional o fruto lógico de un sistema de agresión inmisericorde contra personas apasionadas por su vocación pero a las que la industria alrededor explota con calendarios y exigencias que desbordan toda resistencia?

Las muertes por suicidio en España triplican a las de tráfico pero históricamente el periodismo no ha informado con la excusa de evitar contagios, quizá manipulado para no cuestionar al sistema que causa tanta desesperación.

Los casos deportivos de esta semana han venido a respaldar la petición que hizo en marzo en el Congreso Íñigo Errejón de que el Gobierno impulse un Plan Nacional de Salud Mental. Ya antes de los confinamientos por Covid, en enero de 2020, la ONU alertaba de la pandemia invisible de depresión que en 2030 sería la primera causa de incapacidad en Occidente. Hay 300 millones de deprimidos en el mundo, una de cada veinte personas en España, cuarto país europeo con mayor índice, 15% de aumento de consumo de antidepresivos desde 2012.

Según el Instituto Nacional de Estadística, los suicidio en 2018 fueron 3.539, el triple de las 1.180 muertes en accidentes de tráfico. Pero las campañas de prevención o teléfonos de atención brillan por su ausencia. Durante años a los periodistas se nos instó a no informar con el supuesto fin de evitar el efecto contagio quizá para evitar que cuestionáramos la raíz del problema.

Ahora la oleada depresiva, alertan los expertos, se ha desbocado tras la irrupción del coronavirus, con la incertidumbre brutal del principio, el aislamiento en los pisos, los supermercados desabastecidos, el cierre de colegios, institutos, universidades, ruina de empresas, ERTES o paro, la muerte de familiares, amigos y conocidos, los entierros deshumanizados,

La ONU alertaba ya antes del covid de que la depresión sería en 2030 la primera causa de incapacidad en Occidente pero tras la pandemia, en España, las urgencias psiquiátricas están ya desbordadas y el sistema público colapsado.

Las urgencias por trastornos mentales entre adolescentes han aumentado un 30%, según la Oficina Regional de Salud Mental y Adicciones de la Comunidad de Madrid, y un 50%, según el Hospital Sant Joan de Déu, referente catalán en psiquiatría juvenil. “El sistema público está colapsado”, advirtió en este diario Celso Arango, director del Instituto de Psiquiatría y Salud Mental del Hospital Gregorio Marañón (Madrid).

Enfermos y familias rompen con valentía el estigma y dan la cara. Chavales como Javier hablan de su ansiedad constante, con picos de ataques y de tentación suicida. Jóvenes como Emilio evidencian el extendido fenómeno de la adicción a las pantallas. Pero, ¿qué nos extraña? Como reflexionaba el neurólogo pediátrico Manuel Antonio Fernández en la SER cuando saltó la Covid, España encerró a los menores –entonces temidos súper contagiadores– más que ningún otro país, sólo nos preocupó si enseñanza telemática o presencial y que incordiaban para teletrabajar. En septiembre se dictó que fueran al cole con distancia y mascarillas, casi un año después son los últimos por vacunar y parece que el nuevo curso seguirán sin poderse quitar el bozal, sin acercarse, ni compartir con sus compañeros en clase o el recreo. Por no hablar de que se les pinta un futuro vital y profesional sin salidas.

Perspectiva de nuevo Plan de Salud Mental

El #MeToo de la salud mental, con denuncias en redes sociales de que las consultas privadas cuestan entre 50 y 75 € y la acción de plataformas como STOPSuicidios parece que lograrán que en otoño el Gobierno impulse un plan de salud mental que, según su borrador, se centraría al fin en aumentar los psicólogos en ambulatorios. Bienvenido sea, falta hace. Pero tendrán que ser muchos y habrá que incluir a psiquiatras porque en ambas asistencias estamos a la cola de Europa: con datos de la Organización Mundial de la Salud y del Defensor del Pueblo el profesor de la Universidad Internacional de Valencia Juan Moisés de la Serna revela que aquí hay 6 psicólogos y 10 psiquiatras por cada 100.000 habitantes frente a la media europea de 18 y 38 (Finlandia tiene más de 100, Suecia y Francia 20 y Alemania en torno a 15).

Hay que contratar psicólogos y psiquiatras públicos. Pero, si como cantaba Ketama, “no estamos locos, que sabemos lo que queremos”, habrá que ir a las causas de esta pandemia social, ¿no? ¿Investigar y vacunarnos a largo plazo? ¿Acaso no es evidente que vivimos un mundo demencial? Una realidad donde Jeff Bezos agradece a empleados y clientes de Amazon que hayan costeado sus carísimos 11 minutos de caprichoso vuelo espacial mientras, no en el Tercer Mundo, sino en su país, EEUU, primera potencia del planeta, las muertes por sobredosis de opiáceos de quienes no soportan la existencia se han multiplicado por siete esta década, cantidad que va a más.

Las primeras palabras de cualquier psicólogo o psiquiatra son que no hay soluciones mágicas y que el camino de salida a la ansiedad o depresión pasa –con la ayuda necesaria de fármacos o terapia– por el cambio de uno mismo. Pues de forma análoga, el dolor y la angustia sociales no bajarán mientras no transformemos nuestro modo de vivir para que los individuos y el colectivo importemos más que la opaca malla de poder que solo quiere dinero y, para amasarlo, nos usa o nos desecha. Ansiedad y depresión son como una fiebre, síntoma de la verdadera enfermedad. Que es la que hay que curar.

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