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No miren fijamente a Carlos Fonseca
Si ustedes también han rebasado esa linde vaporosa que solemos conocer como “mediana edad” seguro que ya han caído en la tentación de volver a las lecturas que marcaron su juventud. Yo aproveché El Confinamiento, ese período de nuestra recentísima historia que, con una duración de apenas cien días (¡pero cuál es la duración real de cada día de reclusión domiciliaria!), ya merece las mayúsculas. Releí, por ejemplo, casi todo Saramago. De ese modo, descubrí cómo alguna de sus novelas que, allá por el siglo XX, me había deslumbrado, de pronto se me antojaba demasiado efectista. Por otro lado, si ya entonces sospechaba que algunas otras eran obras maestras, los argumentos que entonces me faltaban para defender esa idea ahora me venían en tropel. Aún no tengo claro si en esos veintitantos años era Saramago o yo quien había cambiado. Supongo, más bien, que si los ejemplares a los que volví a enfrentarme eran los mismos, el lector de antaño y el de aquel Confinamiento solo compartían nombre.
Ya en racha, me dije que iba a abordar a Faulkner, otro autor de juventud, pero entonces fui saltando de un libro a otro, posponiendo ese propósito de relectura, hasta que sin más irrumpió la nueva normalidad, no sé si la recuerdan. Con ella se fue mi intención, o en todo caso se aplazó, pues lo cierto es que hace tan solo unos meses retomé, por fin, a Faulkner.
Para mí, Faulkner era sobre todo ¡Absalón, Absalón!, y ¡Absalón, Absalón! era sobre todo una atmósfera, en concreto una casi hipnótica. En mi recuerdo, esa novela, que había leído en un viejo ejemplar de la biblioteca de mi padre, no tenía trama, ni casi personajes, ni casi escenarios, ni reflexiones, ni diálogos, si a eso vamos. Teniendo todo eso claro, ¡Absalón, Absalón!, quizás más que el resto de novelas de su autor, me había deparado principalmente la sinuosidad de una evocación, la de dos jóvenes insomnes una noche tan oscura como las de antes. Echados sobre sus camas de un cuarto de estudiantes, lejos del Sur, pero solo en vulgares términos físicos, entre cigarrillo y cigarrillo, destilan el humo inaprensible de la memoria, la de ellos, la mítica de su condado, y también la de sus ancestros. El Sur, el Sur, el Sur se convertía así en una suerte de hipnosis a la que habíamos llegado porque la prosa de Faulkner, esa habitación de mi recuerdo con sus dos estudiantes, lograba suspender nuestra conciencia. De esa manera nos tenía a su merced, como parte de una historia en la que, sin embargo, solo parecíamos vagar de un sitio a otro, ajenos a nuestra propia voluntad. No importaba qué nos contase ese relato, sino cómo su autor había urdido un conjuro para que toda la atmósfera se nos impregnara por dentro.
¿Cómo era posible? ¿Me volvería a pasar algo semejante, ahora que me encaminaba hacia la cincuentena, cuando de nuevo abriera aquella novela? No, no me volvió a pasar, y sospecho que en esta ocasión era Faulkner el que había cambiado. Tengo mis razones para una afirmación así: no hacía mucho, en concreto en el año 2017, otro libro me había hecho sentir de forma parecida. Mejor dicho, en mi embeleso me había hecho dejar de sentir, de percibir mi entorno. Era Museo animal, de Carlos Fonseca, un joven nacido en Costa Rica treinta años antes y criado en Puerto Rico. Aunque fuera su segunda novela, hasta ese momento yo no sabía nada de él, pese a que Coronel Lágrimas había cosechado elogios destacados.
La estirpe de los hechiceros
Esa novela la leí casi de casualidad, cuando la vi en la mesa de una librería y, en desacuerdo con mi costumbre, ojeé la contracubierta. Me la llevé de inmediato y en un par de días me había ventilado sus más de cuatrocientas páginas, para ponerme a continuación a explicarle al mundo por qué debía leerla. ¿De verdad no estaban todos los críticos haciendo algo parecido? No, no lo estaban, pero solo luego me enteré a qué se debía: la novela había salido el mismo día que yo la compré en aquella librería. Más adelante, las cosas se pusieron en su sitio y llegó incluso a ser elegida como novela del año por El Cultural.
Ahí estaba de nuevo el hechizo, el péndulo de la prosa de un autor que poco a poco, en cada párrafo, me iba hipnotizando hasta provocar que rindiera mis armas, entregarle mi conciencia y que hiciera conmigo lo que quisiera. Como el Faulker de mi juventud, solo que ahora sin condados míticos, sin esclavistas ni resonancias bíblicas. El territorio de Fonseca era la selva latinoamericana, las entrañas del desierto, los meandros de una y mil vidas, las tramas ramificadas, la polifonía, el arte más allá de los márgenes y el fuego subterráneo que ya prefiguraba alguna de las falsas novelas que luego retomaría en Austral, su último libro. En suma, Fonseca no solo había elaborado un discurso como un sortilegio, sino que lo había entreverado con los escenarios de la novela, de tal guisa que, así confundidos, acababan por conformar una sola esfera: ese territorio mítico de sus novelas, a la altura de una ambición implacable.
No me interesa contarles de qué va Austral, ponderar sus virtudes: hacerles una reseña, para entendernos. Lo que sí les voy a desvelar es que se menciona a un joven Herzog que se fue con lo puesto a recorrer a pie Europa
Aún hoy me sucede como en aquella primera lectura de ¡Absalón, Absalón!: me costaría detallar tramas y personajes, pero puedo revivir el estado de ingravidez del que solo salía cuando cerraba el libro, como si hubiera estado flotando en el vacío y, a traición, cayera en un mundo cuya consistencia había olvidado y al que únicamente cabía mirar con extrañamiento. ¿Todo ese mundo había estado allí mientras yo leía? Sí, mi conciencia había quedado en suspenso gracias al vaivén que la cadencia de la prosa de Fonseca era capaz de provocar: una cadencia que no solo buscaba el embrujo melodioso del estilista, en absoluto, sino que marcaba un compás propio, una métrica calculada en aliteraciones y figuras retóricas que al final convertían el flujo interno de cada personaje en un reflejo exacto del paisaje —siempre tan importante en Fonseca— que les rodeaba, o que les devoraba.
He repetido la experiencia cinco años después, ahora que Anagrama acaba de publicar la nueva novela de Fonseca, de la que ya había dejado pistas en algún cuento aparecido en la red. Austral es quizás, igual que Museo animal, otra novela sobre la identidad, pero a quién le importa de qué va una novela (¡nunca van de nada en concreto, al menos si son buenas!). No me interesa, de hecho, contarles eso, de qué va Austral, ponderar sus virtudes: hacerles una reseña, para entendernos. Lo que sí les voy a desvelar es que aquí, de nuevo, con ese ondulante dominio de narrador, se menciona a aquel joven Herzog que se fue con lo puesto a recorrer a pie media Europa. Tenía la intención de llegar a París porque estaba convencido, con empecinamiento de supersticioso, de que de ese modo remitiría la enfermedad terminal que en aquel entonces devoraba a Lotte Eisner, figura fundamental del cine expresionista alemán y a la que el propio Herzog había dirigido tres años antes.
El caso es que Eisner tardó aún nueve años en morirse. ¿La salvaron los 770 kilómetros que se caminó Herzog? Yo no me atrevo a decir que no. A fin de cuentas, la vida es también alucinación y locura, voluntad y falta de raciocinio. En suma, un territorio, algo que solo unos pocos escritores logran delimitar, porque la vida es también caminar y caminar con la conciencia en la cuerda floja, sin más compañía que la de una voz, un ensalmo que nos mece y nos desplaza. A esa voz la podemos llamar narrador, y a veces viene de Faulkner, de Woolf, de Gordimer, de Rulfo, de Onetti, de Piglia, mientras que a esa vida la podemos llamar novela. En este caso se titula Austral, y yo creo que basta y sobra con lo dicho hasta aquí para que comprendan que no deberían leer su contracubierta, como hice yo hace cinco años con Museo animal. Solo decidan si, en lugar de abrir un libro, quieren adentrarse en una región de la que les costará salir y, entonces sí, empiecen con la primera página. Con el primer paso.
Nos vemos a la vuelta
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