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El Pequeño Nicolás, personaje literario

Francisco Nicolás Gómez Iglesias, el "pequeño Nicolás". EFE/Carlos Perez/Archivo

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Fino como junco marinero: así estuvo Manuel Vilas en El País cuando, allá por marzo, supo ver en Rocío Carrasco no solo la encarnación –y las encarnaduras- de una superviviente de un maltrato atroz, sino también la condición literaria de su figura y relato. Así mismo la vería el propio Lorca si, dondequiera que esté, levantara la cabeza; no en vano, Federico escribió Bodas de sangre a partir de la boda que acabó en crimen en un cortijo de Níjar en 1928, y su Bernarda Alba es el trasunto de una mujer –que representaba a muchas- que en la España más negra obedecía y hacía obedecer la ley patriarcal en casas encaladas por fuera y oscurísimas por dentro. El propio Vilas, de hecho, sabe ver lo lorquiano de Carrasco, de su condición y su contexto. Yo la vi más aún (que ya es decir) como la narradora de una de esas exquisitas novelas cortas que salpican el Quijote, como aquella del Curioso impertinente que alguien lee de viva voz, o como la bella Dorotea que, en el capítulo 28 de las aventuras del ingenioso hidalgo, “ella, sin hacerse más de rogar, calzándose con toda honestidad y recogiendo sus cabellos, se acomodó en el asiento de una piedra y, puestos los tres alrededor della, haciéndose fuerza por detener algunas lágrimas que a los ojos se venían, con voz reposada y clara comenzó la historia de su vida”. Estamos ante una estructura narrativa venida de los relatos orales, del mismísimo Ulises que contara su odisea ante los regios feacios Alcínoo y Nausícaa. La magia de reunirnos ante un narrador o narradora que cuenta una historia de viva voz, con emoción y  verosimilitud, ha atravesado la noche de los tiempos, la palabra dicha, lo escrito y, desde hace varias décadas, también lo audiovisual.

Quienes nos dedicamos a escribir no podemos dejar de valorar –sin renegar, claro está, del valor social o político de las cosas que pasan- las posibilidades literarias de los hechos y sus protagonistas. Que la realidad supera a la ficción es algo que tenemos sobradamente comprobado. De hecho, a la hora de hacer literatura, “realidad” y “ficción” son categorías que hace tiempo dejaron de interesarme. “También la verdad se inventa”, nos dejó dicho Antonio Machado; “el poeta es un fingidor”, advirtió Pessoa. A mi entender, hay realidades y personajes con gran potencial literario, punto. Y autoras y autores con capacidad para saberlos mirar y desarrollar, punto.

Quiero hablarles del Pequeño Nicolás como personaje literario. ¡Qué bastinazo de personaje, qué delicia, qué perla barroca! Un clásico del Siglo de Oro.

A lo que voy: quiero hablarles del Pequeño Nicolás como personaje literario. ¡Qué bastinazo de personaje, qué delicia, qué perla barroca! Un clásico del Siglo de Oro. Un tanto excesivo, a mi entender, cosa que le resta verosimilitud. Si me animara a hacer de él una novelilla, quizá le quitaría algún ingrediente. O descartaría el realismo como mirada literaria; le sienta mejor el esperpento. El perfil del personaje que interpreta Francisco Nicolás Gómez Iglesias viene tan elaboradito de fábrica que hasta tiene un sobrenombre sacado de la serie de libros infantiles de Goscinny. Las últimas noticias que hemos conocido sobre este individuo (que ha sido condenado a un año y nueve meses por falsificar su DNI para que otro hiciera por él la selectividad, y que ha recurrido al Supremo esta condena) me han vuelto a despertar el estupor ante su figura. He vuelto a fantasear sobre las posibilidades impresionantes como personaje clásico, y de relatos contemporáneos y de cine berlanguiano. Como buen personaje literario, su perfil y relato no solo lo retrata a él, sino al entorno en el que se mueve como pez en el agua y a una sociedad entera que aún no ha sabido sacudirse de su mentalidad el clientelismo ni el enchufismo ni los favoritismos, y en la que, por tanto, aún se nos cuela, y bastante, el fantasmón, el lacayuno venido a más, el biempeinao. Ofrece una estampa grotesca de esos círculos, mayormente peperos, en los que campó como Perico por su casa. Me pregunto si este es el único Pequeño Nicolás que han tenido a la vera. El personaje interpretado por Gómez Iglesias (no pediré para él un Goya, que se lo falsifique él solito) campa vacilón como Andreuccio da Perugia por Nápoles en el Decameron. Y es el mayor aprendiz del Quevedo que instruye sarcásticamente en cómo aprender a ser letrado o médico o políglota en un día (“Si quieres ser famoso médico, lo primero linda mula, sortijón de esmeralda en el pulgar, guantes doblados, ropilla larga y en verano sombrerazo de tafetán. Y en teniendo esto, aunque no hayas visto libro, curas y eres doctor”). Los círculos de Madrid donde, según parece, pasó desapercibido, conservan aún trazas del ambiente que también retratara Quevedo, llenos de “amigos como treguas, mientras duran las comodidades”, “calvos con cabelleras”, “grandes como letras góticas, en mucho papel pocas razones” y “galanes y bolsas de bayeta”. Llevado a la gran pantalla, los maestros del neorrealismo italiano también han sabido trazar geniales personajes como este. Por no hablar de Berlanga, para el que creo que el Pequeño Nicolás, especialmente en postura genuflexa en los besamanos, hubiera sido una perita en dulce. La decadencia de su figura (ese muchacho participando en Gran Hermano VIP, o detenido tras intentar apuñalar a un camarero), como la de otros grandes figurones del ruedo español, también es digna de tratamiento literario que es, dicho sea de paso, el único tratamiento que él y los no pocos como él que aún quedan por desenmascarar merecen.

Un personaje literario como el Pequeño Nicolás no solo nos convierte en conmovidos o curiosos espectadores, sino en figuras de fondo de un tiempo y de un país donde la realidad y la mentalidad continúa siendo el escondite perfecto para este tipo de sinvergüenzas.

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