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No queremos caridad, sino renta

Manifestación ciudadana en demanda de una renta básica de ciudadanía.

Santi Fernández Patón

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Ha pasado casi un mes desde que se decretó el estado de alarma y el Gobierno sigue sin anunciar una renta básica o de emancipación y, lo que es peor, en sus planes sólo contempla, en todo caso, un “ingreso mínimo vital”: caridad que estigmatiza, que nada tiene que ver con la redistribución de riqueza ni el sostén de la vida y, lo que es peor, que intenta colarnos como si fuera lo mismo.

La resistencia a implantar una renta básica no sólo ha venido de manera tradicional desde la ortodoxia neoliberal, hoy representada en el Gobierno por la ministra Calviño, adicta a la financiarización de la economía, sino también desde el PCE, igualmente representado en el Gobierno, para quien renta y salario tienen que ser una única y misma cosa. La crisis de estas semanas, por fortuna, ha despejado esas posturas, incluso la de algunas economistas que, aun hablando desde el feminismo, ni siquiera reconocen el valor emancipador que una renta de este tipo tendría, precisamente, para tantas mujeres subyugadas por su dependencia a la renta del cónyuge.

Más desconcertante, quizás, resultan los posicionamientos públicos del vicepresidente Iglesias, que por la mañana anuncia la inmediata creación de un “ingreso mínimo vital” y por la noche, en TVE, lo llama renta básica. Veinte mil millones de euros, por cierto, lleva aprobados el Gobierno en medidas para paliar la crisis del coronavirus, aproximadamente cuatro veces más de lo que costaría ese ingreso mínimo.

Iglesias sabe muy bien que un ingreso de ese tipo, que rondaría, al parecer, los 420 euros mensuales, solo estaría destinado a quienes pudieran demostrar su situación de pobreza. Por el contrario, una renta emancipadora es un derecho ciudadano, por tanto universal e incondicional, y en consecuencia debe cubrir las necesidades básicas. En nuestro país rondaría los 750 euros, lo que exigiría una adecuación impositiva para su financiación.

El laberinto hacia la felicidad

Entre tanto, las medidas del Gobierno nos condenan a un laberinto burocrático del que muy pocas personas salen airosas, y que, sin lugar a dudas, parece concebido a propósito. Las cacareadas moratorias (que no suspensiones) a las hipotecas tropiezan con tal batería de condiciones exigidas (¡que deben cumplirse una a una!) que en la práctica se han quedado en papel mojado. Con los alquileres es todavía peor, pues condena a los inquilinos a un endeudamiento inusitado: les obliga a pedir un crédito para asumir los alquileres en un mercado que ya está hinchado hasta límites vergonzosos, sin que el Gobierno haya hecho nada efectivo, hasta la fecha, pare regularlo. No es de extrañar la huelga de alquileres lanzada ya desde los sindicatos de inquilinas. Son sólo dos ejemplos, pero lo mismo cabe decir con las supuestas ayudas a los autónomos, a las empleadas domésticas, etc. El Estado vuelve a convertirse en una especie de rentista, pero el embrollo es tal que incluso Calviño empieza a ceder y es de prever que la próxima semana tengamos ese “ingreso mínimo vital”.

A medida que se prolonga el estado de alarma crece la incertidumbre sobre nuestro futuro: como sociedad, como individuos, como ciudadanos. No estamos prestando suficiente atención al coste emocional que ya se están cobrando meses de confinamiento sin saber lo que nos espera al otro lado: ¿desempleo, endeudamiento, desahucios, desprotección, individualismo? Son tiempos demasiado duros, y más después de la experiencia de 2008, como para que un Gobierno que se llama progresista siga jugando a la ortodoxia neoliberal, por mucho que de fondo se repita el mantra de lo público. El Gobierno está en la obligación de aprovechar esta oportunidad histórica y admitir que algunos dogmas no eran tales. No puede decretar nuestro confinamiento y la confianza ciega en sus políticas sin claras contrapartidas. Lo mínimo que puede hacer es que esta crisis no se lleve por delante también nuestra dignidad como personas, nuestro derecho a la felicidad. Y eso no se consigue con caridad, mucho menos para unos pocos meses. Es la hora, ineludible, de establecer por fin una renta de emancipación.

 

 

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