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La técnica de la simpleza

Juan Bravo, consejero de Hacienda de la Junta de Andalucía.

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Una táctica infalible para tener asegurada la razón (si no se disfruta de la clarividencia de una mente prodigiosa, abonada con un caudal de conocimiento) es vaticinar ante cualquier encrucijada de la vida el círculo entero de las combinaciones posibles de desenlaces, de manera que, ocurra lo que ocurra, siempre cabe apostillar: ya te lo dije yo. Todos conocemos a alguien que la ejercita. Es muy de las abuelas antiguas después de haber augurado los más insospechados peligros, y de determinados analistas, quienes confeccionan un abanico tan amplio de los escenarios futuros que salen al ruedo con el acierto garantizado. En esto de llevar la razón perpetuamente se puede recurrir también al método menos trabajoso de sostener una cosa y la contraria, rítmicamente, y de este modo contar con la opción de apuntarse al resultado que finalmente se imponga. Me dirán que son simplezas, en efecto, si bien lo paradójico es que funcionan. Su éxito está ligado a la colaboración necesaria de la desmemoria y a cierto grado de atolondramiento, y tales requisitos abundan en los desquiciados tiempos de pandemia que nos han tocado.

Observen la respuesta de muchos políticos a las escalofriantes estampidas de la alegre muchachada tras el final del estado de alarma. Casi ninguno (unos más que otros) se ha resistido a anotarse un ya lo dijimos nosotros, pese a haber defendido justo lo opuesto el día anterior. No obstante, lo llamativo es que sus fervorosos partidarios no hallan ni siquiera una minúscula tara en la flagrante exhibición de incoherencia. Quizás sea fruto de esta desventurada época, reitero, pero lo cierto es que la simpleza está en auge, es la reina, brilla cual estrella cegadora y engatusa a las inteligencias más aguerridas. Ahora se desentierran eslóganes que habían sido desechados por su maniqueísmo o insulsez y vale cualquier argumentación tosca si es corta, pegadiza y guarda su punto de ingenio. Sé lo que están pensando, que me refiero sin referirme al paseo apabullante de Isabel Díaz Ayuso en Madrid, aunque no, mi intención es llegar un poco más lejos. Además: no me voy a prestar tan fácilmente a la lapidación por presunta ofensa a la sensibilidad de sus votantes, que si te asombras de que prospere como reclamo electoral la bobada de no encontrarte con tu ex es que estás faltando.

De alguna forma se ha entreverado en el cuerpo social la cultura del éxito y la falacia respecto a que el que triunfa se ha esforzado y arriesgado más que nadie para conseguirlo

Más allá de quedar bien, es difícil descifrar qué han querido decir exactamente quienes han sostenido que los ciudadanos nunca se equivocan en las urnas, así como conocer en qué se va a traducir el gallardo mea culpa en sus respectivas formaciones. Desde luego, el gesto merece un aplauso por la elegancia, que es la única victoria que se les concede a los perdedores. Porque seamos sinceros: el daño autoinfligido en el voto ha existido en la historia y existe, y como ejemplo temporal próximo (que no quiero molestar) cruzaré el Atlántico y citaré a los millones de pobres que apostaron por Donald Trump, obviando que votaban contra sus propios intereses. El éxtasis neoliberal hace mella también entre las capas desfavorecidas. De alguna forma se ha entreverado en el cuerpo social la cultura del éxito y la falacia respecto a que el que triunfa se ha esforzado y arriesgado más que nadie para conseguirlo; que la precarización es una consecuencia de la modernidad (la nueva economía de Silicon Valley que aniquila el empleo estable); que los sindicatos y las luchas colectivas están desfasadas; que la intervención y protección públicas son innecesarias y contraproducentes; y que para que los de abajo logren sobrevivir renqueando, es ineludible que a los de arriba les vaya de escándalo.

Juan Bravo ha vuelto a desgranar sus recetas ultraliberales con la misma emoción que le hubiera producido el hallazgo de una pócima mágica

Lo acaba de señalar en una entrevista el consejero de Hacienda de Andalucía, Juan Bravo, quien una vez más vuelve a desgranar sus recetas ultraliberales con la misma emoción que le hubiera producido el hallazgo de una pócima mágica. Lo cual es muy lógico si así lo cree él, si no fuera porque presenta estas viejas fórmulas –que Ronald Reagan y Margaret Thatcher llevaron a EEUU y Europa después de su ensayo en Chile y Argentina– como si fueran la verdad revelada en el Monte Sinaí, limpias de ideología, escrupulosamente pragmáticas y recién salidas del horno del sentido común. Empezando por eso de que el dinero donde mejor está es en el bolsillo del contribuyente (cuando en España, por ejemplo, pagamos por nuestra sanidad vía impuestos muchísimo menos que un norteamericano al seguro por peores prestaciones); y terminando por el falso infierno fiscal de las empresas (un tipo efectivo del 8,3% sobre sus beneficios) o los ciudadanos (39% del PIB mientras la media europea está en el 46%). Para colmo, se le han puesto farrucos organismos internacionales como el FMI, santuario de la economía liberal, y la OCDE, que piden elevar tributos a las rentas altas y ensalzan el impuesto de sucesiones para que el mundo no colapse por la galopante desigualdad que corre como el caballo de Atila. Sin embargo, eso vende poco, es más electrizante pregonar por tribunas y plazoletas que todos los males se arreglan bajando impuestos del tirón. Una simpleza, ya te digo, ya lo dije, o lo dijimos nosotros. Qué lío esto de tener siempre razón.

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