El pasado 17 de junio, Abderrahim murió asfixiado en Torrejón de Ardoz a manos de un agente de policía fuera de servicio. El agente le aplicó una técnica de estrangulamiento —el conocido “mataleón”— expresamente prohibida en numerosos países por su letalidad y desproporción. Lo hizo mientras acusaba a la víctima de haberle robado el móvil. Según testigos presenciales, el agente inmovilizó al joven durante varios minutos, ignorando las súplicas de quienes le advertían que lo estaba matando. La víctima murió esa misma tarde.
Este caso no es una excepción. En diciembre del año pasado, Mamouth Bakhoum perdió la vida en Sevilla tras una persecución policial de casi dos kilómetros que culminó con un cercamiento. Ante el acoso policial, la víctima se arrojó al río en un intento desesperado de huida. Se ahogó. El caso, como tantos otros, fue rápidamente archivado por los tribunales y clasificado como una “desgracia” puntual.
Pero las desgracias puntuales, cuando se repiten con un patrón racializado, dejan de ser casuales. Son síntomas. En marzo de 2018, en el barrio de Lavapiés, Mame Mbaye murió de un ataque al corazón tras una persecución policial. Su muerte se produjo en el marco de las redadas racistas habituales en las zonas próximas a la Puerta del Sol, donde las autoridades perseguían sistemáticamente a vendedores ambulantes.
Desde la APDHA denunciamos con firmeza la violencia policial sistemática que se ejerce contra las personas migrantes y racializadas en el Estado español. Esta violencia no es solamente física, es también simbólica y administrativa y se manifiesta en los controles de identidad por perfil étnico en los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE), en las redadas selectivas, en las devoluciones en caliente, en la criminalización de la venta ambulante y en la desprotección deliberada de quienes viven en la frontera de la legalidad y la exclusión.
Cabe preguntarse ante esta situación cuántas muertes más serán necesarias para que el Estado asuma su responsabilidad institucional. Durante demasiado tiempo, ciertos agentes han actuado como si estuvieran por encima de la ley, mientras se ha normalizado el uso excesivo de la fuerza y se ha legitimado la persecución de quienes simplemente intentan sobrevivir.
El racismo institucional mata y cuando quienes tienen el deber de proteger actúan como verdugos, el problema trasciende lo individual: se vuelve estructural. No basta con detener al policía implicado ni con anunciar investigaciones que rara vez derivan en sanciones efectivas. Resulta imprescindible establecer mecanismos reales y externos de control sobre las fuerzas de seguridad, prohibir de manera definitiva y vinculante el uso de técnicas policiales peligrosas, garantizar una formación antirracista obligatoria y continuada para todo el personal policial.
Desde la APDHA exigimos justicia para todas las víctimas de violencia policial y una transformación profunda de los cuerpos policiales. En un Estado de Derecho no puede tolerarse que las fuerzas de seguridad operen al margen de los derechos humanos, ni que determinadas vidas sigan siendo tratadas como prescindibles.
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