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El clero en España, según sus crímenes: “Despreciaban la vida humana y sus víctimas favoritas eran las mujeres”

La última entrega de la serie 'Clérigos homicidas en España' acaba de ver la luz en la editorial Renacimiento

Alejandro Luque

30 de julio de 2025 06:01 h

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Salvador Daza y María Regla Prieto llevan más de 30 años investigando los crímenes de frailes y sacerdotes, y han publicado hasta la fecha seis libros reunidos bajo el rubro Clérigos homicidas en España, analizando más de 200 casos entre el siglo XVI y el XX. La última entrega de esta serie, Armas bajo el altar, acaba de ver la luz en la editorial Renacimiento, y se ocupa de un buen número de historias terroríficas ocurridas a lo largo y ancho de todo el territorio nacional desde 1870 hasta 1927.

Cómo llegaron este músico y compositor y esta filóloga clásica, ambos naturales de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), a convertirse en expertos en la materia es algo que solo se explica como una feliz carambola: “Tres décadas atrás ninguno de nosotros tenía aire acondicionado, de modo que los amigos de Salva íbamos a su casa, que era la más fresca, a refugiarnos del calor en verano”, recuerda Prieto.

“Él se ponía a estudiar delante de nosotros, así que además teníamos concierto gratuito; uno de esos días llegó su padre con un libro que daban como promoción de un periódico, las Cartas de España de Blanco White. No teníamos ni idea de quién era, pero Salva se puso a hojearlo y de pronto se puso pálido: reparó en un artículo en el que hablaba de que los más negros crímenes de la época de Carlos III no habían sido castigados con suficiente fuerza por la predisposición del rey a perdonarlos, especialmente a los clérigos. Y ponía como ejemplo un caso de 1774, ocurrido en la ciudad gaditana de Sanlúcar, justo delante de donde nos encontrábamos: frente al antiguo convento de los Carmelitas”, continúa la filóloga. La historia refería el caso de una niña llamada María Luisa de Tasara, que estaba a punto de casarse, y a la que un fraile mató en la puerta de la iglesia.

Salvador Daza y María Regla Prieto

Salvador y María Regla se casaron, ella se instaló en Sevilla, y empezó a indagar en la historia de la chica. Estaba convencida de que podía ser el germen de una novela, o una ópera. Animada por Antonio Garnica, catedrático de inglés de la Universidad Hispalense y traductor de Blanco White, siguió la pista del archivo diocesano de Cádiz, donde encontró información sobre el proceso al fraile en cuestión “y una carta del padre de María Luisa, en la que lanzaba un testigo al futuro, por si alguien se animaba a saber qué había ocurrido”.

“Mata quien puede”

Era solo la primera de muchísimas indagaciones que la pareja emprendería. Se daba la circunstancia de que, tras la quema del archivo de protocolos de Sanlúcar, Carlos III se llevó el proceso a Madrid con la idea de tapar los crímenes de la Iglesia… Sin sospechar que los estaba salvando para los investigadores del porvenir. Más tarde, en 1799, Carlos IV hubo de tomar cartas en el asunto, en vistas de la terrible violencia que el clero ejercía contra sus feligreses. “Mataban con una impunidad que rayaba lo escandaloso”, señalan los autores de Armas bajo el altar.

“Mata quien puede” es una de las conclusiones que los autores sacan después de estas tres décadas. “Sus víctimas suelen ser personas que están por debajo de su estatus social. Las favoritas son las mujeres, sus barraganas, sus amas… Hay niñas a las que los padres dejan en casa de un pariente cura para que les enseñe tres letras, y abusan de ellas, las dejan embarazadas y acaban matándolas a ellas o a sus bebés. En una época muy amplia, no había vocaciones, el sacerdocio era una manera de salir de la pobreza, un refugio para personas que no tenían fe”, explican los expertos.

También había crímenes puramente materiales: a un cura se le antojaba el campo de un vecino, y le pegaba un tiro para quedarse con él; muchas veces, sin otra consecuencia que cambiar al sacerdote de destino. “Tenían un desprecio total por la vida humana. Un obispo que tenía en su diócesis a un bala perdida que se emborrachaba y tenía a dos o tres amantes, debía cortarle el vuelo, pero no lo hacía. En tiempos del carlismo, vemos que incluso formaban partidas de bandoleros sangrientos, como el obispo de Flix (Tarragona), que era conocido como El tigre tonsurado”, añaden.

Más casos escalofriantes en la sexta entrega

A Daza y Prieto les estremece leer las declaraciones de los acusados en sede judicial, que eran capaces de afirmar que solo habían matado “a una palomita”, o que habían apuñalado siete veces al superior de un convento “porque le tenía manía”. “Estamos ante absolutos psicópatas”, concluyen los investigadores de clérigos homicidas.

Llegamos así a la sexta entrega de la serie, que se apoya en la información recogida en la prensa liberal de las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX. “Ahí se ve muy bien la evolución de la sociedad, que hasta entonces había tendido a defender al asesino y a culpabilizar a las víctimas, y es algo que ha seguido ocurriendo hasta hace poco, cuando se justificaba una violación por el largo de la falda de la chica”, cuentan los autores.

“Pero esta fue una prensa que tomó partido frente a la injusticia, no porque fuera anticlerical, sino porque denunciaba la desventaja de los ciudadanos frente a un estamento que gozaba de privilegios por vestir su hábito; mientras se condenaba a muerte a los robagallinas, un cura era condenado como máximo a 10 o 15 años, que rara vez llegaba a cumplir”, agregan.

Los casos recogidos en este libro por los autores son tan escalofriantes como los anteriores: la chica de un pueblo de Zaragoza que fue a servir a casa del cura, que bebía frecuentemente, tenía dos o tres amantes y frecuentaba prostíbulos. “Un día la cogió mientras hacía la cama en su cuarto, y qué no le haría que se tiró por el balcón. Su familia era pobre de solemnidad, así que sus padres no hicieron nada”, lamentan los autores de Armas bajo el altar.

Dignificar a las víctimas

Otro caso trasciende el anecdotario macabro para saltar a la historia de la literatura, ya que Antonio Machado la recogió en sus Campos de Castilla bajo el título El criminal. Un hombre a punto de ordenarse sacerdote en el pueblo de Carrascosa, cuya familia tenía tierras y dinero, se enamoró de una vecina y pensó que la mejor manera de dar un golpe de timón a su destino era entrar de noche en su casa, simular un robo y matar a todo el mundo. “Acabó con la vida de sus dos hermanas pequeñas, a las que degolló, y fue descubierto y condenado”, apuntan.

También fue reconocido como asesino el sacerdote que tenía un romance con una chica bien, la misma que un buen día le dijo a sus padres que se iba de visita a casa de unos tíos. Sin embargo, se había citado con el cura en el mismo lugar en el que aparecería con un tiro en la cabeza. “El cura adujo que llevaba una pistola como defensa personal, y que ella se había disparado a sí misma jugando con el arma. Pero descubrieron que tenía pólvora en las manos y que era imposible que la muchacha se hubiera matado con la trayectoria de aquella bala”, relata la pareja.

“Cabe recordar que en aquellos años se produjo el boom de la psiquiatría, y que no pocos expertos querían explicar estos hechos alegando que los asesinos eran enfermos, o señalando como causa el celibato. Pero muchos de estos sacerdotes eran expertos manipuladores, tenían formación y sabían hablar en público en una sociedad mayoritariamente analfabeta”, concluyen Daza y Prieto, que ya trabajan en una próxima entrega bajo la misma premisa que las anteriores: “Queremos dignificar a las víctimas y reconocer la labor de quienes consiguieron cambiar las cosas. Más ahora, que vemos volver ideas y actitudes de otro tiempo”.

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