Felipe Benítez Reyes: “La solemnidad es síntoma de un ego con varias décimas de fiebre”
La primera dificultad de Felipe Benítez Reyes para hablar de su último libro, El intruso honorífico, es la de encontrarle una definición precisa. ¿Enciclopedia personal? ¿Diccionario de autor? “No es estrictamente ni una cosa ni la otra, por eso lo llamo prontuario”, concluye el escritor roteño. “Me inspiré en proyectos similares de autores como Alberto Savinio o Ambrose Bierce, y finalmente aquí está, con muchos años de trabajo detrás”.
En efecto, alrededor de un cuarto de siglo ha estado Benítez Reyes haciendo acopio de notas, y ahora que ve la luz confiesa que “tengo la impresión de que se ha ido escribiendo solo”, dice. “Yo era muy joven cuando compré la Enciclopedia de Novalis. La adolescencia está para concebir proyectos insensatos, y yo me dije que algún día tendría mi propia enciclopedia”.
Lo que no sospechaba entonces es que se trataría de “un libro inacabable, pero lo mejor con las cosas interminables es tratar de terminarlas. Y eso he hecho”, asevera. El resultado es, en palabras de su autor, “un libro que me gustaría que fuera de mesita de noche, lo cual no deja de ser algo vanidoso por mi parte. Y también me gustaría pensar que es como esos bazares donde encuentras de todo, y lo mismo te venden un kilo de garbanzos que un bote de colonia, unas pinzas de ropa o una pluma estilográfica”.
Un poco cajón de sastre, pues, este compendio de agudeza y abordaje lúdico del lenguaje, que desde el mismo título “busca un cierto efecto desconcertante, porque se puede ser socio honorífico, pero ¿intruso? Supongo que ese intruso soy yo, quien se mete donde no le llaman”, bromea el autor de El novio del mundo y El azar y viceversa, entre otras novelas.
Historias para no dormir
No sabemos si donde no le llaman, pero desde luego Benítez Reyes parece dispuesto a meterse en todos los jardines. Ahí está su definición de “nacionalista”: “En términos generales, dícese de aquel patriota de mentalidad retrospectiva al que le importa más lo que pasó en su país en el siglo XIV –pongamos por caso– que lo que pasó en su calle anteayer por la tarde”. O la de “escritor de prestigio”: “Dícese de aquel al que la gente respeta tanto que ni siquiera se atreve a leer sus libros”.
Ahora que se habla tanto de identidad, y de identidades, el autor asegura que en ese sentido se ha vuelto “de lo más práctico: me define el DNI, creo que la identidad hay que reducirla a lo básico. Además, al que escribe le conviene más tener una conciencia de lo ajeno que de lo propio”, afirma. “Además, en el ensayo también hay imposturas: quien escribe tiene una identidad diluida, una conciencia en movimiento perpetuo”.
Se le pregunta al escritor si podría definirse El intruso honorífico como un libro subversivo. “No lo tengo muy claro”, cabecea. “Uno sólo intenta tener una visión crítica, analítica, de las cosas. A poco que se ponga a pensar cómo funciona el sistema, los miedos que nos acechan y en manos de quiénes solemos estar, entra uno en verdaderas historias para no dormir. Y al final, lo mejor del pesimismo verdadero es que acaba derivando en una rara forma de optimismo”, asevera.
Por otro lado, al gaditano le gusta ironizar afirmando que la salud mental, y hasta la supervivencia de un escritor, pasa por desconectar en algún momento de la actividad creadora. “No pierdo la esperanza de que el electro-shock avance y anule la imaginación literaria”, comenta. “Es muy pesado vivir en una visión de la realidad derivativa, como es la mente. Los científicos llegarán a la conclusión de que es una patología no parar de inventar historias a partir de un pequeño gesto, de la mínima excusa”.
“Una persona”, prosigue, “se puede llevar toda la vida con un libro: no lo hacemos porque llega un momento en el que vemos que llegamos a la hipercorrección: a ver, en los defectos, virtudes, y viceversa”.
“Me aburre que me den sermones”
El intruso honorífico, que ha visto la luz en el sello de la Fundación José Manuel Lara después de imponerse en el premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos, tiene según Benítez Reyes mucho de “merodeo”; y, aunque la investigación le resulta “apasionante”, lo cierto es que a los ensayos al uso no se los suele relacionar con un elemento que está muy presente a lo largo y ancho de estas páginas: el humor.
“Hay un falseamiento intelectual en esa distancia del humor”, asevera. “Yo siempre pongo el siguiente ejemplo: si te encuentras a alguien por la calle, ¿qué prefieres, que te cuente un chiste o la enfermedad que tiene? Solemos tomarnos la solemnidad ajena en serio, cuando eso suele ser síntoma de un ego con varias décimas de fiebre. A mí personalmente me aburre a estas alturas que me den sermones y que me marquen pautas cívicas y morales”.
Y añade a renglón seguido: “El humor no es una herramienta para hacer reír, sino para modular la tendencia a la solemnidad. Me interesa como elemento indispensable para ver la realidad. La realidad es algo absurdo que tenemos muy reglamentado, pero tiene más que ver con Kafka que con Descartes. El humor es, en ese sentido, un elemento de subversión, sirve para otras cosas más que para hacer reír”.
Volviendo a la lenta fabricación de El intruso honorífico, Benítez Reyes recuerda que muchas entradas se han quedado fuera de esta edición, “porque no hay nada que avergüence más a uno que una ocurrencia boba”, y admite que “en las que sí han salido hay cosas con las que no estoy de acuerdo. El escritor no tiene que estar de acuerdo con todo lo que escribe, hay cosas que hubiese valorado hoy de forma distinta, pero uno respeta el principio de contradicción íntima”, concluye.