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Hay veranos que no empiezan con las vacaciones, sino con el espejo.
Con ese momento en el que abrimos el cajón del bañador o sacamos los pantalones cortos del fondo del armario. Es entonces cuando muchas mujeres sienten algo parecido al miedo: una punzada de culpa, un nudo en la garganta o un juicio anticipado. No por el calor, ni por el ocio, ni siquiera por la exposición. Es otra cosa. Una alerta interna que dice: “Tu cuerpo no está listo”. ¿Listo para qué? Para el escrutinio. Para los ojos ajenos. Para encajar.
Durante años —décadas, generaciones— se nos ha enseñado que nuestros cuerpos son un proyecto permanente. Algo que hay que corregir, suavizar, controlar y esconder. En invierno, ese mandato se disimula entre capas de ropa. Pero el verano lo desnuda todo. Y entonces, aparece la violencia: no la física, no la visible, sino esa que se cuela en forma de mensaje, de mirada y de silencio.
Una violencia estética que no grita, pero pesa. Que no golpea, pero marca.
Desde la antropología feminista lo llamamos violencia simbólica. Es sutil, cotidiana y está profundamente normalizada. No hace falta que nadie nos lo diga: ya sabemos que un cuerpo aceptable es un cuerpo delgado, joven, sin arrugas, sin vello, sin celulitis y sin pliegues. Sin vida, casi. Un cuerpo obediente. Y todo lo que se salga de ahí —un vientre blando, un pecho caído, una piel con manchas o una pierna sin depilar— es percibido como un fallo. Como una falta.
Esta exigencia no es sólo personal. Es política. Porque afecta a millones de mujeres que, llegada la temporada de calor, se sienten fuera de lugar en su propia piel. Mujeres que cancelan planes, que no van a la playa, que no se meten al agua si hay gente mirando. Mujeres que se sientan en la toalla sin quitarse la camiseta, no por pudor, sino por vergüenza. Una vergüenza que no nace sola, que no es natural. Es aprendida.
El mercado lo sabe y lo explota. La llamada operación bikini se repite cada año como si fuera una obligación social. Gimnasios, clínicas estéticas, dietas exprés, tratamientos 'reductores', retoques y productos mágicos. Todo un sistema de consumo sostenido en una sola idea: tu cuerpo, tal como es, no basta. No es válido. No merece ser mostrado.
Incluso en espacios que se dicen feministas, esta presión se cuela disfrazada de autocuidado, de empoderamiento o de elección. Como si elegir depilarse, hacer dieta o ponerse bótox fuera siempre una decisión libre. Como si no estuviéramos todas, en mayor o menor medida, atrapadas en un mismo sistema de expectativas imposibles. Como si no supiéramos que, si no lo haces, pagas un precio.
Lo vemos también en redes sociales. Incluso cuando se habla de amor propio, de aceptación, de 'body positive', los cuerpos que más se muestran siguen respondiendo a la norma. Las que se salen del molde —por peso, por edad, por piel— reciben comentarios crueles, burlas o silencios. El algoritmo premia lo normativo. Y eso también es violencia.
Pero no todo está perdido. Resistir, en este caso, no es gritar. A veces es tan sencillo (y tan difícil) como no esconderse.
No se trata de romantizar el cuerpo, ni de fingir que no duele. A veces duele. A veces cuesta. Pero el feminismo, al menos para mí, ha sido esa herramienta que me permite entender que el problema no está en mi cuerpo, sino en el sistema que lo juzga.
Porque no es el cuerpo lo que hay que cambiar. Es la mirada.
Este verano, ojalá podamos desobedecer. No todas al mismo tiempo, ni de la misma forma. Pero sí un poco. Un gesto, una prenda o un paso. Ojalá podamos mirarnos con menos dureza. O al menos, con más compasión. Ojalá aprendamos a ver nuestros cuerpos no como un campo de batalla, sino como una casa. Una casa que ha sido empujada, vigilada, silenciada… pero que también ha reído, bailado, sentido placer o sostenido vida. Y que merece, al fin, descansar.
Porque también eso es feminismo: reclamar el derecho a existir en verano sin sentirnos en deuda con nadie.
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