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Un día un hombre encontró un papel en la basura, estaba arrugado, muy arrugado. Lo estiró con mucho cuidado, minuciosamente podría decirse, hasta hacer de él un lugar habitable. Entonces se autoproclamó dios y supo que iba a hacer un nuevo Testamento dibujando sobre ese papel palabras que humillaría o enorgullecería, no tanto por su significado, sino por lo que de ellas se deducía. Al menos lo que él, autoproclamado dios, deducía en su universo perverso y cerrado.
Trabajó incansablemente, lo hizo durante dos largos días y a punto del ocaso del segundo supo que su trabajo había terminado. Colocó el papel frente a sus ojos, lo miró detenidamente y fotografió en su mente lo allí escrito: por fin había descubierto las palabras que iban a ser su bandera y fortaleza y aquellas que por débiles jamás volvería a tocar.
Nuestro hombre, recién proclamado dios, estaba exultante, erguido de razones, vanidoso de verdades. Se sabía intocable, porque conocía el elixir de las palabras valientes, de las victoriosas; sin duda había logrado el lenguaje que propicia el miedo y sabía que con ese lenguaje el éxito era seguro. Así que sin pensarlo, y con alas de hierro y sin alma ni corazón, se lanzó al mundo que lo esperaba ausente y errático.
Pasaron años, muchos años y un día un hombre anciano encontró en una basura un papel arrugado, muy arrugado. Lo estiró con mucho cuidado, minuciosamente podría decirse y leyó. En la parte superior, y de forma ordenada y escritas con mando militar y mucha pulcritud, aparecían palabras como: fuerza, valentía, patria, frontera, bandera, guerra, victoria, enemigo, bandos… En la parte inferior, con caligrafía débil y amontonadas de forma desordenada como se amontonan los cadáveres sin nombre, aparecían palabras como: débiles, derrota, duda, frágil, llanto, miedo, ausencia, amor, madre…
El hombre anciano cogió el papel, lo rompió en mil pedazos y le prendió fuego, esperando que ese mismo fuego arrasara todo el dolor y destrucción, toda la miseria, envidia y odio que reinaba y se extendía hasta los confines del mundo a raíz de aquel nuevo Testamento que él mismo había creado hace muchos muchos años.
El hombre anciano cerró los ojos e intentó dormir. El fuego era ya el amo de la casa, pero nuestro hombre prefirió simular un sueño eterno y reparador, irresponsable de cualquier responsabilidad.
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