Monjes montañeros
De todos es sabido que, durante la Edad Media, la proliferación y difusión del monacato en Europa dio origen a toda suerte de comunidades religiosas y a cierta especialización entre las mismas. Esta especialización contribuyó a la aparición de órdenes en las que sus miembros, además de orar, se distinguían por desempeñar trabajos de toda índole. Algunos monjes se consagraban a la tarea de copiar, traducir y editar libros o manuscritos; otros, a la de elaborar bebidas alcohólicas y productos farmacéuticos o a la de diseñar y construir edificios y, finalmente, también hubo quienes dedicaron su vida a perseguir la herejía o guerrear contra los infieles. Sin embargo, y con excepción de los monjes agustinos que habitaban en el Gran Hospicio de San Bernardo a fin de socorrer a los viajeros que cruzaban los Alpes por el paso del mismo nombre, las órdenes monásticas cristianas permanecieron al margen de la actividad o la práctica montañera.
Así fue y así sigue siendo. La mentalidad occidental no solamente ha secularizado o eliminado la sacralidad de todos y cada uno de los aspectos de la vida y el comportamiento humano sino que, además, es incapaz de imaginar o pensar en la existencia de un vínculo entre ambas actividades. En tanto que expertos en separar y compartimentar los diferentes aspectos de la realidad, tenemos muy claro que la religiosidad y el deporte pertenecen a esferas separadas y diferentes. Los orientales, por el contrario, no lo deben tener tanto dada la existencia de una tradición espiritual japonesa denominada shugendo en la que esos dos mundos conviven armoniosamente.
Los fundadores de esta corriente sincrética que se originó y desarrolló en Japón entre los siglos IX y XII de nuestra era y en la que se mezclan ingredientes chamánicos con otros procedentes del budismo, taoísmo y shintoísmo, descubrieron que la veneración a las montañas sagradas estaba muy bien, pero que no era suficiente, o no colmaba sus expectativas. El motivo de su descontento residía, probablemente, en la actitud que demostraban quienes les rendían culto, una actitud pasiva o meramente contemplativa. Ellos, por su parte, deseaban vivir una experiencia verdaderamente espiritual, comunicarse o comulgar con los númenes y kami (divinidades propias del shintoísmo) que poblaban sus laderas, sumergirse en ellas en pos de la iluminación. Y para lograr todo esto no se les ocurrió nada mejor que convertir su ascenso en un acto religioso, en un sacramento destinado a elevarles, física y metafísicamente, de las llanuras planas, monótonas y sin relieve en las que residían habitualmente.
Las expediciones que organizaban los miembros de esta secta o yamabushi, término que significa “los que yacen en las montañas”, carecían de intereses o motivaciones deportivas. Sus prioridades estaban muy alejadas de las que acarician y movilizan a los montañeros contemporáneos. No buscaban abrir nuevas rutas, ni batir récords de velocidad, ni explorar territorios desconocidos, ni tachar nombres de un listado. Las razones que les empujaban a comportarse del modo en el que lo hacían eran de otra naturaleza, de una que es muy difícil imaginar en la actualidad. Por eso seleccionaban sus objetivos y sometían su alma a una disciplina que exigía la realización de numerosos rituales.
Antes de emprender el ascenso a la cumbre de la montaña sagrada elegida, los yamabushi debían hallar una cascada alimentada por los arroyos que descendían por sus laderas a fin de purificar y endurecer su cuerpo. A continuación, y calzados con sandalias, iniciaban el camino siguiendo al maestro que lideraba la marcha y que, de tanto en tanto, señalaba cuándo y en qué lugares debían detenerse para apaciguar o congraciarse con los espíritus locales. Estas prácticas ceremoniales incluían la quema de incienso, el recitado de mantras, la formulación de sortilegios o ensalmos y la ofrenda de alimentos. El cumplimiento riguroso de estos ritos provocaba en alguno de ellos un estado temporal de trance durante el que eran capaces de visualizar los errores de su vida o vidas pasadas. Otros, los bendecidos por los kami, obtenían poderes sobrenaturales y, al mismo tiempo, la capacidad de obrar milagros.
Algunas cimas estaban revestidas de un significado o un aura especial. El monte Haguro, por ejemplo, era elegido por los practicantes de shugendo para experimentar la agonía, los horrores de la muerte y el regocijo de la reencarnación. Para conseguir este propósito se introducían en un habitáculo oscuro y silencioso en el que meditaban durante horas y días hasta ser reclamados y resucitados por su líder. Los que elegían aventurarse en el monte Omine debían someterse a una prueba mucho más dura. Al llegar a la parte más escabrosa de la montaña, se hacía un alto durante el cual los yamabushi se daban turnos para suspender y ser suspendidos de los pies sobre un abismo de cientos de metros de altura. Así es como aprendían que nada dura para siempre; que la naturaleza de la realidad o de nuestras propias vidas es transitoria y que… “vanidad de vanidades, todo es vanidad”. ¡Bonito modo de hacerlo!
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