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Los otros

Iñaki Ochoa de Olza

Espero no ser un tipo de esos que se pasan la vida mirando hacia atrás, anclados en los recuerdos y lastrados por su pasado. Pero ahora que llega el final del año es inevitable hacer resumen y echar un vistazo a lo sucedido en los últimos meses. Cuando así lo hago, no suelo recrearme en los momentos de plenitud vividos en las cimas, ni en los cientos de horas de trabajo duro y esfuerzo que requieren esos instantes. Cuando uno hace del Himalaya su vida, su pasión y su religión, las satisfacciones serán abundantes y  duraderas. Pero todos los años varios amigos y conocidos se quedan por el camino. Y sus vidas, que siempre fueron demasiado cortas, me sirven tantas veces de inspiración.

El personaje que yo siempre pensé que nunca moriría en el Himalaya desapareció en mayo en el descenso del pilar oeste del Makalu. Slava Terzeoul, de Ucrania, era mi amigo desde 1996, cuando él ascendía con un jersey de lana y unos guantes rotos al G II. Una llegada muy tardía a la cumbre en medio de una pavorosa tormenta, a la que asistí como impotente testigo, selló su destino para siempre. Era su duodécima cumbre principal de 8.000 metros, además de la antecima del Broad Peak y la central del Shisha Pangma. Siempre me gustó su forma de ver la vida, su sonrisa repleta de piños de oro y el salchichón que me regalo días antes de su muerte insistiéndome en que abandonara mis hábitos vegetarianos. El mismo día que el de Odessa, murió su compañero de cordada, el norteamericano Jay Sieger, que se dio la vuelta  60 metros por debajo de la cumbre sólo para despeñarse en el descenso. Jay era otro viejo conocido. Un hombre pausado que escalaba bajo unas mochilas pesadísimas. Hacía 7 años que coincidíamos por Asia, y será extraño no ver más su desgarbada figura en los campos base.

En el K2 las cosas no fueron mejor. Cuando bajábamos de cumbre entró la tormenta y se llevó a 3 de las 14 personas allí encaramadas. Me crucé con Alex Gubaiev a 8.400, y hablamos 5 minutos. Me dijo que se encontraba muy bien, pero también desapareció. Un iraní y un ruso, pareja de fortuna que insistió en quedarse en el campo 4, también pereció, pues el K2 se los tragó sin masticar.

Pero la peor sorpresa llegaría de Pakistán. Allí se quedó una expedición de alpinistas auténticos y geniales, (por cierto, mi respeto y admiración) y uno de ellos tampoco regresaría: Manel de la Matta. Con la cantidad de medias verdades e hipocresía que se derrama en los obituarios, sus compañeros de expedición se han quedado cortos al describir sus vastas cualidades humanas. A Manel nunca le faltó para mí una sonrisa amigable, un abrazo franco y mucha conversación inteligente. Como persona y como alpinista, Manel era alguien fuera de lo común.

Aquí acaba mi memoria reciente. La muerte es parte de la vida, y que la vida en las montañas enseña lo que ninguna escuela. Qué ingenuidad: a veces pensamos que los accidentes sólo les suceden a los otros, esos otros que se cruzaron en nuestro camino, y gracias a que fue así. En ellos pienso hoy, y su recuerdo no se borrará fácilmente.

 

Columna publicada en el número 10 de Campobase (Diciembre 2004).

 

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