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El barco

El Cabo Machichaco fue un barco de vapor adquirido en 1885 por la Compañía Ybarra.

Miguel Ángel Chica

Santander —
11 de noviembre de 2023 21:20 h

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Nadie sabe a ciencia cierta quién estaba al tanto y quién no, pero los hechos son que un día después de la festividad de los difuntos, con las flores todavía frescas en los cementerios, el vapor Cabo Machichaco fondeó en el muelle número 1 del puerto de Santander con más de 50 toneladas de dinamita a bordo.

Eran alrededor de las ocho de la mañana.

El Cabo Machichaco era un buque robusto y cumplidor, pero el ojo caprichoso del marinero lo juzgaba de inmediato vulgar y sin gracia. El pesado casco de hierro le daba un aire aparatoso. Había sido construido solo unos años antes de que el progreso industrial pusiera el acero al alcance de los armadores. Sus dos palos tenían aparejo de goleta para compensar la falta de potencia de sus dos calderas de carbón. Era un híbrido de velero y vapor, pero carecía de la elegancia de los primeros y de la funcionalidad de los segundos. Medía 78 metros de eslora y 10 de manga y podía alcanzar una velocidad de 8 nudos -unos 15 kilómetros por hora- con las calderas a pleno funcionamiento. 

Cuando salió del astillero Schlesinger, Davis & Co, de Newcastle, en marzo de 1882, para ser entregado al armador francés Jules Mesnier, el Cabo Machichaco se llamaba Benisaf. La compañía Ybarra lo rebautizó cuando lo adquirió en un único paquete junto a otros tres buques de características parecidas por un precio total de 49.500 libras. 

Existe una vieja superstición marinera que recela de las embarcaciones que cambian de nombre. 

La tripulación del Machichaco, sin embargo, no tenía motivos para sospechar de la fatalidad que se les venía encima, a ellos y a la ciudad que los acogía, en la mañana en que, por fin, concluida la cuarentena en Pedrosa, el buque atracó en el puerto y se les permitió bajar a tierra antes de dar comienzo a las tareas de estiba. 

El consignatario Begíjar fue uno de los primeros en perderse por las tabernas del puerto. Su trabajo estaba concluido y no había mucho de lo que preocuparse hasta que el buque volviera a tocar tierra. Entonces tendría que desplegar otra vez sus habilidades para resolver trabas administrativas. Begíjar conocía la ciudad y no tardó en encontrar acomodo. 

Los marineros descendieron en grupos, fumaron de espalda a la brisa, pusieron como no digan dueñas a las autoridades portuarias, alabaron las vistas de la bahía, se felicitaron por el buen tiempo que auguraba una travesía tranquila durante los próximos días, se escupieron en las manos y regresaron a bordo para comenzar la descarga del buque. 

Los hombres debían acarrear casi 300 bultos asignados a la ciudad de Santander, unas 40 toneladas de material diverso: barras y flejes de hierro, lingotes, tuberías, clavos, harina, tabaco, vino, madera, licores, pinturas y veintinueve toneladas de papel con las que se comenzaron los trabajos. El primer oficial del buque coordinaba la descarga. Los hombres iban y venían. En algún momento de la mañana el primer oficial detuvo a uno de los marineros. 

- Faltan dos bobinas. 

- Imposible, señor, hemos sacado todo el papel de la bodega número dos. 

- Que las busquen en la bodega número uno. 

- Ahí está lo otro... 

El primer oficial consultó sus papeles. Era un hombre tranquilo que casi nunca perdía la calma. De otra forma, ¿cómo lidiar con un trabajo semejante? Carga y descarga. Toneladas de género de todo tipo. Años de experiencia. Albaranes. Tormentas. Problemas como para llenar una docena de libros de cuentas. Miró al marinero, que se llamaba Ordóñez y tenía casi tantos años como él y lo miraba a su vez con el resuello perdido de tanto ajetreo, esperando una respuesta que se demoraba. 

- ¿Han descargado ya las veinticinco cajas?

- Sí, señor. Se las hemos endilgado a un municipal que se ha ido la mar de contento con ellas. 

- Estupendo. Un problema menos. En cuanto a lo otro, míreme usted en la bodega número tres, Ordóñez. A ver si son capaces de localizar las dichosas bobinas. Son del tamaño de una rueda de molino y pesan tres quintales cada una. Mande a alguien que tenga buena vista.

Ordóñez, que estaba convencido de que todas las bobinas de papel habían sido descargadas en tiempo y forma, se dirigió de mal humor a la bodega número tres para cerciorarse por sí mismo de que el primer oficial era un cretino al que habría que pasar por la quilla. Notó que le faltaba el aire cuando vio a un muchacho que no debía de tener 20 años apoyado contra el saltillo de popa. El muchacho fumaba, despreocupado, con las manos en los bolsillos, mientras el resto de la tripulación iba y venía y él, Ordóñez, no solo iba y venía, sino que además tenía que aguantar quejas y reconvenciones. 

- ¿Cómo te llamas, niño? 

El muchacho se sobresaltó, pero recuperó rápidamente la compostura. Sin dejar caer el cigarro de la boca se recolocó con parsimonia las solapas de la chaqueta que el viento le levantaba una y otra vez y respondió con voz serena: 

- Alberto Mazón.

- Te degüello, Mazón. Te degüello y te tiro por la borda para que te coman las sardinas. Te tengo poco visto. Tú debes de ser nuevo y a lo mejor te crees que el barco se descarga solo. 

- Relájese, hombre. En todos los trabajos se fuma. ¿Qué adelantamos con partirnos el espinazo? Mire usted al primer oficial. Toda la mañana paseando con el lápiz en la oreja. No se desloma, ése…

- Vete ahora mismo a la bodega número tres y mírame bien a ver si encuentras dos bobinas de papel. Vuela. 

El muchacho marchó a cumplir con la orden arrastrando los pies. Ordóñez se quedó esperando junto al saltillo, preguntándose si no se estaba haciendo muy viejo para un trabajo tan poco agradecido. Miró hacia el sol protegiéndose los ojos con una mano curtida de sujetar cabos y sufrir tormentas. Debían de ser cerca de las once. El muchacho Mazón regresó con una sonrisa aviesa. Parecía avispado. Tal vez lo había juzgado mal.

- ¿Has encontrado las bobinas?

- Sí, señor. Así de grandes son. Como para no verlas. 

- Estupendo. Vete a decirle al primer oficial que puede venir él mismo en persona a sacarlas de ahí abajo porque yo no me tengo de pie. 

- No hace falta. Se lo puede decir usted mismo. Por ahí viene. 

En efecto. Por ahí venía, con el lápiz en la oreja y resoplando tal que hubiera descargado él solo las 29 toneladas de papel. 

- ¿Habemus bobinas, Ordóñez? 

- Estaban donde dijo usted, señor. 

- Maravilloso. ¿Lo ve? En un par de horas estamos todos en la taberna con el malnacido de Begíjar, que debe de estar a estas alturas macerado en orujo. Ande, dese usted una vuelta a ver si me encuentra dos toneladas de harina que no aparecen por ningún sitio. Deben de estar en uno de los entrepuentes…

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[La cronología de los acontecimientos, los nombres de los personajes y los hechos narrados en esta historia novelada son reales y el autor recrea las conversaciones y los detalles en este reportaje especial por el 130 aniversario de la explosión del vapor 'Cabo Machichaco' en Santander]

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