Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
La mayor tradición navideña
Si hay alguna tradición que se repite, año a año, en cada Navidad, esa es la de insultarse. Una cena tras otra en todas las casas se asiste a una buena retahíla de insultos. Sin mala fe, ¿eh?, sin mal fondo, pero insultos al fin y al cabo. Y es que tanta gente reunida ya se sabe...
En Cantabria no podríamos ser menos, y lo del insulto lo tenemos bastante interiorizado. Y eso que ahora nuestra vida política se ha calmado bastante, que hace un tiempo esto era un festival de descalificaciones donde recibía hasta el bisonte de Altamira. Pero, afortunadamente, el insulto ha quedado apartado para el ámbito privado, que es donde se exhibe con gracia y efectividad. Y, en Navidad, con abundancia.
No se me asusten, también hay otras tradiciones en estas fechas. En Cantabria, por ejemplo, era costumbre encender el llamado travesero en Nochevieja, para “chamuscar el culo al año viejo”, con perdón. El travesero era un tronco grueso, de gran tamaño, que se ponía cruzado sobre el llar y se iba quemando poco a poco, procurando que tuviera siempre llama, porque si se apagaba era signo seguro de enfermedades y males para los habitantes de la casa. Y es que “si se apaga el travesero, habrá enfermos en enero”.
Por eso había que cuidar de que el tronco grande siempre ardiera, y eso se hacia alimentando el fuego con ramas más pequeñas. Por cierto, que era buena idea retirar estas antes de que se consumieran del todo y guardarlas para más adelante, ya que estos tizones eran remedio seguro frente a las tormentas. Cuando viniera nublo debíamos acabar de calcinarlos, y todos los males se irían por donde vinieron. También, claro, hay multitud de villancicos típicamente cántabros. Y más cosas. Tradiciones…
Pero esa no es la única que tenemos, y la de los insultos, decíamos, tiene mayor vigencia. Esas cenas llenas de malas caras, esas madrugadas algo etílicas cruzadas con ofensas certeras. Esos familiares lejanos que todo lo saben, que arreglan el mundo con un chascar de dedos. O que lo arreglarían, si quisieran, pero que ya, si tal, se ponen mañana, que hoy están comiendo langostinos. Y piensen, piensen que este año, además, tendremos el tema político como postre de las comilonas, con las elecciones recién pasadas y los pactos encima de la mesa, con lo que indigestan algunos. Vamos, terreno abonado para el intercambio tranquilo y ponderado de opiniones que se va caldeando hasta que sí, de forma natural, cae el insulto.
Y es un momento mágico, hermoso a su manera, porque es un quitar de máscaras, es sacarte la corbata, es despojarte de los correajes que te mantienen inexorablemente unido a las buenas maneras. Cuando hay un insulto llega una catarata de ellos, en hermosa reproducción de la naturaleza que florece, y la delicada poesía que encierra este simple gesto debería hacernos, incluso, derramar alguna lágrima de agradecimiento por poder asistir a tal milagro. O no.
Eso sí, ya que vamos a insultarnos estas navidades (vamos, no sean modestos, ustedes también lo harán) propongo que utilicemos insultos típicos de Cantabria. Que también tenemos, claro. Consumamos productos cántabros durante las fiestas para reactivar nuestros valores tradicionales. Insultémonos con insultos montañeses. Vean, vean, hay para todos los gustos.
Imaginen que están en la cena de Nochebuena y ese cuñado tan sabelotodo que tienen acaba de entrar con el tema de Siria, que él sabe resolver, claro, porque hay que matar a todos, que ellos bien que blablablá. Sí, ese cuñado pesado que es un poco chulito y que no da nunca puntada sin hilo, porque puntear, lo que se dice puntear, puntea solo para después clavarte la aguja. Pues en ese caso ustedes interrumpen su perorata con un gesto de la mano (elegante, patricio), y cuando se haya hecho un silencio incómodo en la mesa (a estas alturas todos le conocen y saben que la va a liar) le espetan un contundente “tú lo que eres es un senso y un babarrión” (le estará llamando simple por partida doble, con corrección y sonoridad), y, ante las miradas, imaginamos, sorprendidas de todos los comensales (incluido el senso en cuestión), remate con “y además un talingón y un palajustrán”, que es como se denomina a las malas personas, a quienes tienen un fondo oscuro. Pronuncie conmigo, repita… palajustrán… no me digan que no suena delicioso…
Ahora, imaginen que uno de los jóvenes de la mesa ha tenido la mala idea de venir acompañado a la cena (porque estas cosas mejor hacerlas así, a las bravas, para impactar más) y que ese (o esa) imbécil que nos viene a robar la flor de nuestros anhelos no solamente es un (o una) inútil que no merece su atención, sino que además, y aquí está la clave, va ligeramente poquito sucio. No que vaya poco arreglado, no… que no se lava, vaya, que provoca esa sensación en el olfato tan de aglomeración mañanera. En ese caso usted debería fijar su mirada contundente, amenazadora, sobre el interfecto o la interfecta, y con la inflexión vocal adecuada (ni muy alto ni muy bajo, ni amenazador ni conciliador) soltar “tú eres un bisunto y un fardel”. Y luego esperar las reacciones. Porque las habrá, vaya si las habrá. Y diversión a raudales. Fiesta. Y si es la nuera la que nos está poniendo de los nervios, porque va de listilla, pues la llamamos rámila y ya está. Y si, además, la prima segunda no deja de moverse, y de hacer correcciones, y de interrumpir a otros mientras hablan, decimos que es una lumia y todo arreglado. Con elegancia y corrección. Y mucha mala baba.
Que alguien está gordo, pues lo llamamos tambujo. Que siempre pierde todo, es un desordenado, no sería capaz de encontrar su imagen en una tienda de espejos, le decimos panfrío y pasamos a otra cosa. Si tiene poco carácter, soltamos un baldragas y si se está pasando de chulito un mondregote. Y ya si el interesado se atreve, en acto de suprema osadía, a alabar con ostensibles muestras de sumiller experto ese vino tinto que hemos puesto en la cena y que sabemos nos ha costado a euro la botella le vamos a definir con un papardo que nos proporcionará deleite muy superior al de beber el infecto brebaje. Y todo son sonrisas, y jolgorio, y felicidad.
Así que ya saben. Estas navidades consuman productos cántabros, también en los insultos. Y sean moderadamente felices.
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