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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Contra la política del shock y el consenso fatalista

La crisis climática sigue sin respuesta desde la clase política.

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Hay en los últimos tiempos un clima de catástrofe tan compartido e incontestado que mosquea. Sobre decir que percatarse de ello no implica restarle importancia a lo descorazonador que pueda resultar el trinomio crisis-pandemia-guerra próxima. Tampoco se cuestiona con ello la mutilación progresiva y sin compasión de nuestras condiciones de vida, las de la mayoría, materializada en una inflación directamente proporcional al incremento de la riqueza de las grandes empresas y sus directivos. Ni que las guerras por materias primas o fuentes de energía se encuentren ya en las puertas de Europa. Asimismo, no se puede obviar que el cambio climático se siente con el peso de una realidad incontestable, en forma de eventos meteorológicos extremos, mientras los responsables políticos apenas mueven un dedo al respecto. Y no podemos negar que ya se nota en las gasolineras que ha llegado el final del petróleo barato del que advertían un puñado de locos científicos. Todo ello y más, mientras multitud de idiotas, más o menos privilegiados, siguen con sus cantinelas negacionistas.

Sin embargo, deberíamos pararnos a pensar si no hemos vivido otros momentos difíciles con menos miedo e impotencia. Donde hay tanto quorum, y me refiero al consenso del fatalismo, suele ser campaña político-mediática mediante más que por conclusión surgida del ejercicio crítico ciudadano. Naomi Klein explicó en 2007 en la Doctrina del shock, el auge del capitalismo del desastre su tal vez no suficientemente conocida tesis de que los gobiernos y poderes neoliberales han aprovechado y aprovechan los momentos de shock para aplicar sus recetas neoliberales, esto es, para recortar el estado de bienestar y facilitar el paso a los beneficios de las grandes empresas —no las medianas, no las pequeñas, solo las grandes—. Buena parte de ese miedo que conduce a la impotencia, donde debiera haber conocimiento que movilizara la acción, es inducido y transmitido por agentes del régimen neoliberal que van desde Ana Rosa Quintana o Antonio García Ferreras a series de Netflix, Amazon Prime o HBO, pasando por el amarillismo de las redes y cierta prensa cotidiana.

Y pudiera parecer innecesario, porque poco queda ya por implantar si el neoliberalismo es el lenguaje común de toda la economía global, pero no es así. No solo hay mucho neoliberalismo que mantener, a expensas de los más para bien de los menos, sino que, además, estamos viviendo un momento clave en el reparto diferencial de la precariedad: una sociedad impotente, llena de miedo y resignación, es la víctima perfecta, el perfecto candidato al lado estrecho del embudo. Se acaba la energía barata y el cambio climático conllevará, además, escasez de recursos básicos, como el agua, que exigirán un reparto por definirse, más allá de que el Consejo de Europa vaya advirtiéndonos que tenemos que usar menos calefacción y menos coche. Decrecimiento para los de abajo. Y eso por no hablar de que el “mundo renovable” que el neoliberalismo nos quiere vender, el capitalismo verde, no es tan renovable sino que se está invirtiendo en hacer un cambio más cosmético que ético que, por tanto, tenderá a mantener lo esencial, a saber, el crecimiento descontrolado, ahora con tecnologías dependientes de ciertos minerales no renovables y tremendamente escasos, como el litio, el coltán, el cobalto y el níquel, que por cierto se encuentran en cantidades notables en Ucrania y nada en la geopolítica es solo cuestión de delirios de tiranos, que también.

Para todo lo que está en marcha, y lo que queda por venir, no puede ser la impotencia la respuesta de la mayoría social. No podemos, sencillamente, permitírnoslo. Conviene que nos saquemos de la mente imaginarios apocalípticos del estilo Walking Dead y empecemos a construir narrativas con argumentos que rompan con el consenso de la tristeza y el fatalismo, la obediencia al «No alternativas», tan viejo como Margaret Thatcher, o el «Sálvese quien pueda», que hoy ya sabemos que no es útil ni siquiera desde el punto de vista evolutivo —no, al menos, si no se acompaña de nuestra capacidad de colaborar para construir—.

Busquemos la alegría que nos anime a vivir y a luchar contra la normalidad tóxica del consenso fatalista

Imaginemos, por ejemplo, series —o realidades— en que los protagonistas sean potentes comunidades activas que construyen su soberanía energética de una forma democrática y unidas acaban con unos antagonistas jetas, que se lucran en empresas eléctricas a través de «beneficios caídos del cielo» —esto igual se pasaría de fantasioso… si no fuera porque es real—, que finalmente fueran expulsados de las comunidades por su comportamiento indecente. O una película distinta de las repetitivas invasiones de zombis egoístas, una en la que hartas de vivir en el absurdo permanente de trabajos sin utilidad social y carcomidos por la pandemia de la depresión y el burn out, diversas comunidades por todo el planeta decidieran acabar con la alimentación kilométrica y ajena a los ciclos naturales y, siguiendo a los pueblos indígenas, pioneros de la soberanía alimentaria, la custodia de semillas y la cultura ecológica, relocalizaran su vida apostando por la soberanía local, disminuyendo el gasto energético mediante una vida con parámetros más humanos, que parara de trabajar, por ejemplo, por las noches y en los días de descanso, y juntos acabasen derrotando a los malvados apologetas del trabajo continuo, la explotación miserable y la hipermovilidad contaminante. De este tipo de historias y de quienes las inspiran, necesitamos más.

Podemos apostar por la soberanía, más allá del miedo apocalíptico y la esperanza vana. Para el filósofo alemán Spinoza, la esperanza es «una alegría inconstante», surgida de la imagen de algo futuro o pasado, de cuya realización dudamos. Su cercanía al miedo la convierte, como a este, en una pasión triste, generadora de impotencia. Cuando esperamos algo con inseguridad, la espera puede convertirse en desespero, así que hay que abogar por no depender de la esperanza, librarnos del miedo y vivir según la guía de una razón que gobierne en lo posible el azar, la fortuna. Al defender las «pasiones alegres», Spinoza proclamaba la necesidad de soberanía, de control sobre lo que nos atañe, como la ética, cuyo objetivo es, a su juicio, amar con toda la fuerza y pasión la vida. Pero la subsistencia es tan importante como la ética, es su base material, y ahí, en la alimentación, la energía, la vivienda, el tiempo, la banca… necesitaríamos recuperar la soberanía, una soberanía democrática, distribuida y construida comunitariamente.

Quizá no sea mal momento para hacer caso a Spinoza, ayudarse de sus ideas para luchar contra los afectos inestables como la esperanza y el miedo y construir una cierta seguridad, una sensata, que nos haga fuertes en determinadas cuestiones que no admiten discusión sobre necesidades que hay que defender con uñas y dientes, precisamente desde el reconocimiento de que somos seres vulnerables. Spinoza acaba así su Ética: «Si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría suceder que casi todos la desdeñen? Pero todo lo excelso es tan difícil como raro». Busquemos la alegría que nos anime a vivir y a luchar contra la normalidad tóxica del consenso fatalista. 

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