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En estos días de diciembre, cuando el año se cierra con un ambiente cargado de tensiones políticas y sociales, me encuentro, como muchas personas, muy dolida e impotente. Llevo décadas defendiendo los derechos humanos, especialmente las de las mujeres del mundo rural, esas guardianas invisibles de nuestros territorios, y trabajando por una inclusión educativa y social que no deje a nadie atrás.
Escribo casi cada semana artículos sobre edadismo, equidad de género, paz en los conflictos familiares y la dignidad de los mayores. Pero la crispación actual -esa polarización que invade debates, redes y conversaciones- nos roba energía y nos hace cuestionar si vale la pena alzar la voz.
Sin embargo, precisamente ahora, cuando el ruido parece ahogar el diálogo, es cuando más necesitamos recordar que los derechos humanos no son un regalo del pasado, ni un lujo para tiempos tranquilos. Son una tarea diaria, una brújula que nos orienta hacia la empatía y la convivencia. Y en España, en este 2025 marcado por incertidumbre política, presupuestos prorrogados y un clima de confrontación que cansa a la ciudadanía, esa brújula apunta con urgencia hacia los olvidados: las mujeres del medio rural.
Estas mujeres representan la resiliencia de nuestros pueblos. En un país donde el mundo rural ocupa el 84% del territorio, pero solo acoge al 16% de la población, las mujeres rurales siguen enfrentando brechas profundas: mayor precariedad laboral (con tasas de temporalidad que superan el 60%), infrarrepresentación en la toma de decisiones, y dificultades para la conciliación que las atan a roles tradicionales.
Solo el 27% de las ayudas de la PAC llegan a manos femeninas, y el emprendimiento verde rural las ve como minoría, pese a que priorizan la sostenibilidad. Muchas trabajan sin contrato, cuidan de familias y mayores, y sostienen comunidades en riesgo de despoblamiento. Y, aun así, su liderazgo e innovación son el motor para un futuro más sostenible e inclusivo. Además, sufren violencia sexual en silencio y no pueden ni exteriorizar su dolor. Esta realidad no es ajena a la crispación que nos envuelve.
Hay que garantizar que niñas y niños rurales, con o sin necesidades especiales, crezcan en entornos que fomenten la equidad desde la infancia
Cuando la política se reduce a enfrentamientos estériles, se olvidan las necesidades reales: infraestructuras dignas, acceso a servicios sanitarios y educativos en los pueblos, políticas que fomentan la titularidad compartida en las explotaciones agrarias o programas específicos contra la violencia en el medio rural.
La inclusión educativa y social, que tanto he defendido, sufre también: en un sistema que avanza hacia modelos más inclusivos (con programas cofinanciados por fondos europeos para atención a la diversidad), la polarización distrae recursos y voluntades de lo esencial: garantizar que niñas y niños rurales, con o sin necesidades especiales, crezcan en entornos que fomenten la equidad desde la infancia.
No podemos permitir que la crispación nos apague. Al contrario: debemos impulsarnos a elegir, cada mañana, la tarea de la defensa de los derechos humanos. Como decía en mi artículo por el Día de los Derechos Humanos: no son un regalo de 1948, sino un compromiso diario que empieza al abrir los ojos. Para las mujeres rurales, para los mayores, para los jóvenes que emigran o se quedan luchando, necesitamos empatía colectiva. Diálogo que una en lugar de dividir. Políticas que priorizan la dignidad sobre el enfrentamiento.
Mientras tenga aliento, seguiré eligiendo esta tarea, con el mismo cariño y compromiso de siempre. Porque en tiempos de ruido, la voz serena y firme de la inclusión es la que más se necesita. Invito a todos -políticos, ciudadanos, educadores- a mirar hacia los pueblos, hacia esas mujeres que transforman lo rural con su tenacidad. Ellas nos enseñan que la verdadera fuerza no está en la confrontación, sino en la unión por un futuro más justo y digno.
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