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Los niños no son burros

Francesco Tonucci (Carmen Secanella)

Jordi Mumbrú

Barcelona —

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A primera vista parece un abuelo entrañable, inocente y cándido y muy amigo de los niños, a los que lleva años escuchando. Su generosa barba blanca hasta le da un cierto parecido a Papa Noël, el personaje más querido por los niños. Pero a medida que va desarrollando su discurso, el profesor Francesco Tonucci (Italia, 1954) fija la mirada en los ojos de quien le escucha que, sólo en ese momento, empieza a descubrir que el entrañable abuelo es en realidad un sabio, que posee los conocimientos científicos y la seguridad de la experiencia. A medida que el profesor va proponiendo cambios en la educación y argumentándolos con ejemplos concretos, el atónito espectador descubre que Francesco Tonucci es un revolucionario. Es entonces cuando uno le observa detalladamente y empieza a pensar que esa barba se parece más a la de Karl Marx que a la de Santa Claus.

El profesor Tonucci es pedagogo, dibujante y un gran pensador. Ha escrito numerosos libros, como La ciudad de los niños (1991) y ha publicado artículos en periódicos católicos y en comunistas. Visita muy a menudo Barcelona. En esta última ocasión, ha venido invitado por la Facultad de Pedagogía de la UB para asistir a unas jornadas sobre Participación Infantil y Construcción de la Ciudadanía que se han celebrado en el CosmoCaixa. Por una casualidad romana, Tonucci y yo tenemos una amiga en común, pedagoga cómo él, que ha permitido apuntarme a una cena.

Mezclar niños de distintas edades

Apenas nos hemos sentado y ya discutimos de educación. “No tiene sentido agrupar a los niños en clases en función de su edad”, afirma el pedagogo. Le respondo que si se juntan niños de cinco años con otros de seis, habrá que reducir el temario porque algunos serán demasiado pequeños para seguir al resto. Su respuesta me desarma: “Es que yo no hablo de niños de cinco años con niños de seis: hablo de niños de cinco años con niños de doce”. No hace falta que le responda. Descubre mi incredulidad y argumenta su tesis: “La homogeneidad no existe en ningún sitio. En la vida no hay lugares donde se separe en función de la edad, sólo se hace en la escuela. Hoy aceptamos que niños y niñas vayan juntos a clase y también que lo hagan niños de distintas razas o con alguna disminución… Pero no aceptamos que haya niños de distintas edades”. Empiezo a seguirle. El profesor argumenta que “ni todos los niños tienen el mismo nivel, ni tan siquiera los de la misma edad” y que, por consecuencia, “no todos los niños pueden llegar al mismo nivel”. La afirmación es evidente, pero tira por los suelos el sistema de evaluación actual que, según aprendí en la escuela, era lo más importante. “Se trata de escuchar a cada niño y ofrecerle el mejor camino para que progrese”, defiende.

Un mismo profesor para todo un ciclo

“Los dueños de este restaurante hace mucho tiempo que viven en Barcelona… Mira, han escrito parmigiano con dos g”, dice el profesor con una carta de pizzas en sus manos. El restaurante es italiano y, como suele pasar en Barcelona, lo gestiona un italiano pero eso no es garantía de nada: ni de que se escriba bien su propio idioma (como pasa con los catalanes) ni de que las pizzas sean deliciosas. Al final, una ensalada de mozzarella di bufala para compartir y dos pizzas. Somos tres.

“En países como España y Argentina tenéis una costumbre muy extraña de poner un maestro en cada curso. Los maestros tienen que seguir a la clase, de lo contrario no se pueden avaluar los progresos de los niños”. Vuelvo a perderme. “Es cierto que hay el riesgo de que te toque un profesor malo y lo tengas durante muchos años… pero si te tocan cinco profesores malos es aún peor”. En Italia y muchos otros países los maestros cambian de clase como sus alumnos, algo que les permite conocer el nivel de los estudiantes, observar sus progresos y tratar de ayudarles con más facilidad. Vuelvo a comprar sus argumentos y recuerdo cuando era niño y pasaba de curso y les preguntaba a los mayores qué tal era la maestra de quinto, la María Dolors.

Escuelas sin clases

“Me encanta la costumbre que tenéis de tomaros una cerveza antes de comer… Yo nunca tomo cerveza en Italia, pero cuando vengo aquí, me gusta”. La ensalada aguanta y las pizzas, para ser Barcelona, también. Llevar a un italiano a una trattoria en Barcelona es un error monumental, pero en el barrio del Putget, donde se aloja, no conozco ningún restaurante. Ha primado el único criterio de la proximidad.

“Me explicaba que los maestros tienen que seguir a la clase”, le recuerdo y me lanza el titular de la noche: “Sí… bueno otra cosa es que las escuelas no deberían tener clases”. A estas alturas mi cara es un poema. “Pero profesor, si no tienen clase, como... donde…”, intento preguntar, pero no hace falta, él responde. “Hay que renunciar a las aulas y hacer talleres. Ahora mismo los chicos están en clase, suena una campanilla, se va el profesor de literatura, los niños guardan el libro en el cajón y entra el profesor de matemáticas o el de música y los niños sacan otro libro del cajón y en unos minutos tienen que cambiar el chip para empezar a hablar de una materia completamente distinta. Sería mucho más fácil si se cambiará a los alumnos de lugar. Y fueran primero a un laboratorio donde todo está muy limpio y hay instrumentos científicos y después a una clase con una luz débil donde el profesor lee a los alumnos o les enseña música y luego un taller de arte con colores, materiales…”. Me vuelvo a acordar de la María Dolors y de mi colegio… sin duda era otro estilo. Supongo que igual como en la mayoría de los colegios donde entraba maestro, leía el libro de la asignatura en cuestión y luego venía otro que hacía lo mismo y al final te hacían un examen, que normalmente era el mismo que en los cursos anteriores.

El postre es malísimo pero el menú ya me da igual. No volveremos. La conversación nunca termina pero los italianos van cerrando el restaurante. Nos despedimos. Y llega la hora de ordenar todo lo escuchado. Las ideas de Francesco Tonucci parten de la premisa que los niños no son burros y que, como los adultos, son diferentes entre sí. Con lo cual bastaría con preguntarles qué es lo que quieren. Pero luego, y es por este motivo que Tonucci es revolucionario, hay que hacerles caso. Incluso cuando lo único que piden es jugar. Habrá profesores que opinen lo contrario y que tengan argumentos de peso, pero sorprende que siendo algo tan importante, apenas exista un debate abierto. Si realmente nos estamos equivocando, el error es grave.

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