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Este blog pretende servir de punto de encuentro entre el periodismo y los viajes. Diario de Viajes intenta enriquecer la visión del mundo a través de los periodistas que lo recorren y que trazan un relato vivo de gentes y territorios, alejado de los convencionalismos. El viaje como oportunidad, sensación y experiencia enlaza con la curiosidad y la voluntad de comprender y narrar la realidad innatas al periodismo.

Cuando Viena sale de un poema de Lorca

Museum Quarter, la zona cultural más de moda en la ciudad.

Alicia Fàbregas

Esperaba encontrar en Viena mendigos por los tejados y un bosque de palomas disecadas. Porque me imaginaba Viena a través de la melancolía del Pequeño vals vienés, de Federico García Lorca, y el quejido de la voz de Enrique Morente que lo canta. Algo de eso hay en la capital de Austria, pero también hay muchas otras cosas.

Las fiestas de Mozart

En plena milla cultural está el café Bellaria, un lugar que, según la breve historia que se puede leer en el principio del menú, cuenta entre sus clientes habituales con “numerosos actores, periodistas y políticos”. Está decorado con cuadros de personajes históricos, sillones y cortinas rojas, todo en general al estilo de siglos pasados. Viena solo debería de estar habitada por seres del s.XIX hacia atrás, la modernidad desentona, sobre todo en la fisonomía de su casco antiguo.

Cerca de la entrada hay una joven tocando, con una cerveza apoyada en un extremo del piano. Mientras los clientes degustamos algunos dulces típicos, con un café o un chocolate caliente para sacudirnos el frío del invierno, el que parece el encargado, vestido con americana y pantalones negros, unos tirantes rojos y una gran cruz que le cuelga del cuello, se arranca a cantar una ópera con bastante poca maestría. Hubiera sido espectacular si en su lugar hubiera salido Morente a cantar “Este vals / de sí, de muerte y de coñac/ que moja su cola en el mar. / En Viena hay cuatro espejos / donde juegan tu boca y los ecos / Hay una muerte para piano…”. Y que le hubiera acompañado tocando Wolfang Amadeus Mozart, convirtiendo el Bellaria en una de las fiestas que el músico montaba en las casas por las que pasó cuando vivía aquí. Se dice que en su hogar nunca faltaba el jolgorio, los invitados, corría el ponche y la música –muchos de sus amigos eran músicos como él.

Una de sus casas es ahora un museo interesante donde uno puede recorrer las diferentes etapas de la vida de este genio y pasear por las habitaciones que entre 1784 y 1787 le pertenecieron. La más grande de las estancias, la protagonista, es la que se utilizaba para el juego, con una reproducción de una mesa de billar y otros rincones que probablemente se usaban para jugar a las cartas. Se dice que Mozart fue un ludópata incorregible y un amante de la fiesta, el disfrute, la ropa y los objetos caros, por eso aunque ganaba una fortuna, la dilapidaba con rapidez. Qué apasionante sería vivir aunque fuera solo un día en su época para pasar una de esas noches -que se alargaban hasta la madrugada- en su casa y escucharle tocar el piano entre ponche y ponche. Y qué feo queda pasearse por lugares como esos y no vestir como la gente de aquel entonces.

La biblioteca más bonita

El espíritu rebelde e inquieto del compositor le llevó también a sumergirse de lleno en la masonería. De ello se habla tanto en su museo como en una exposición temporal que acoge la impresionante Biblioteca Nacional de Austria. Según la información que allí se expone, La Flauta Mágica está dedicada a la masonería, y oculta, tras simbolismos, las verdades que deben elevar al hombre al más alto grado de sabiduría y los procesos de iniciación que debían pasar los Hermanos en la Logia. Dentro de esa biblioteca imponente, la más bella que he visto nunca, con casi 8 millones de documentos a su resguardo, parece completamente natural que en aquellos años en Viena la masonería tuviera su encanto. Hasta las callejuelas estrechas del casco antiguo y los edificios amplios y señoriales de la ciudad evocan el misterio.

Bajando la escalinata de la biblioteca pienso que si estuviera haciendo eso mismo pero en los años 80, igual me hubiera cruzado con W. G. Sebald. Aunque seguramente no habría sido en ningún edificio histórico, más bien deambulando por las calles de la ciudad o sentado en alguno de los restaurantes o cafés. Como cuenta el escritor en Vértigo, “en los aproximadamente diez días que pasé aquella vez en Viena no fui a ver nada; a excepción de cafés y restaurantes no entré en ninguna parte”. Sus días se componían de largas caminatas, cada vez más andrajoso, con sus zapatos “por dentro ya disueltos en jirones”.

Un parque de atracciones en invierno

Y aunque él lo hiciera en un estado de desasosiego espiritual, la verdad es que Viena es un lugar para perderse andando. Incluso hasta los extremos de la urbe, hasta el mítico Prater, que alberga un gran parque de atracciones.

Ahí sitúa gran parte de la acción Stefan Zweig en su novela Noche fantástica, que transcurre en el verano de 1913. “Resonaban cada vez más cerca los platillos y los instrumentos de viento de una banda de músicos […]Contemplé, en los columpios, a las muchachas que se dejaban impulsar por los aires con los vestidos inflados y soltaban gritos de placer vertiginosos”. Un torbellino de ruido y movimiento que ahora, en invierno, es difícil de encontrar. En esta época el parque está desangelado, como un escenario de películas del oeste cuando no hay películas que rodar. Y eso también tiene su encanto. Algunas atracciones funcionan, otras no; algunos bares están abiertos, otros cerrados; y es posible cruzarse con algún borracho que a media mañana ya va de lado a lado o con niños que caminan emocionados, cogidos de la mano de sus padres. Y en medio de una de las amplias calles de ese parque, qué bien quedaría Lorca recitando su poema: “En Viena bailaré contigo / con un disfraz que tenga / cabeza de rio”.

Vueling vuela de Barcelona a Viena.

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