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Evitar el oprobio contra la democracia en el año Puig i Cadafalch

Xavier Febrés

El año que está a punto de comenzar ha sido declarado Año Josep Puig i Cadafalch para conmemorar el 150 aniversario del nacimiento y a la vez el centenario del nombramiento del presidente de la Mancomunitat de Catalunya que enterró aquella institución por su apoyo al golpismo de la dictadura militar de Primo de Rivera. La Generalitat, la Diputación de Barcelona y el Ayuntamiento de Mataró, localidad natal del personaje, invierten 450.000 euros en los actos en su memoria.

Josep Puig i Cadafalch fue desde muy joven miembro de la directiva de la Lliga Regionalista (Lliga Catalana a partir de 1933, siempre encabezada por Francesc Cambó), así como regidor del Ayuntamiento de Barcelona, diputado a Cortes y diputado provincial. La Mancomunitat, primer gobierno autónomo de Catalunya mediante la coordinación de las cuatro Diputaciones provinciales, fue proclamada en 1914. La muerte prematura del presidente Enric Prat de la Riba en 1917 convirtió a su lugarteniente Puig Cadafalch en presidente de Catalunya durante cerca de seis años, a la vez que Francesc Cambó entraba en varios gobiernos monárquicos españoles durante el reinado de Alfonso XIII.

Puig i Cadafalch fue asimismo el arquitecto modernista de múltiples casas señoriales (la casa Amatller del Paseo de Gracia, la casa de les Punxes en la Diagonal, la casa Macaya en el Paseo de San Joan, la Casa Serra en la Rambla Catalunya —actual Diputación de Barcelona— o la Fábrica Casarramona en Montjuïc –actual Cosmocaixa), además de historiador del arte y arqueólogo. Como político que pilotó la Mancomunitat de 1917 a 1921 su papel se reveló nefasto. El carácter intransigente le llevó a expulsar de la Mancomunitat --y del país— a destacados colaboradores como Josep Pijoan, Eugenio d’Ors o Joaquín Torres García.

“Puig era incapaz de transigir, de preferir el mal menor”, escribe el biógrafo Enric Jardí. Pou su lado, Gaziel anotó: “En aquellos años era un de los hombres más enfurruñados y agresivos del mundo, y sobra decir que de esta nuestra tierra, que posee una especie de marca de fábrica”.

La guinda del pastel vino en 1923 con el golpe de Estado del general Miguel Primo de Rivera, entonces capitán general de Catalunya, en connivencia con el rey Alfonso XIII. Josep Puig i Cadafalch, presidente de la Mancomunitat de Catalunya, creyó que podía ser la solución a la conflictividad social desatada y le prestó apoyo. Una vez instalado en el poder, Primo de Rivera suprimió la Mancomunitat. Puig i Cadafalch se exilió temporalmente.

Fue una actitud antidemocrática precursora dentro de la Lliga Catalana. La adoptaría exactamente igual en 1936 su líder Francesc Cambó al financiar el levantamiento faccioso del general Franco y su Guerra Civil, tras haber perdido la hegemonía electoral en Catalunya en favor de ERC y escuchar en las calles hasta la saciedad el grito de “¡Visca Macià, mori Cambó!” (las masas trabajadoras que no habían estudiado en las mejores universidades solían matizar: “¡Visca Macià, que és català! ¡Mori Cambó, que és un cabró!”).

Ante las causas y los efectos de la conflictividad social, Puig i Cadafalch, Cambó y la Lliga no optaron por el juego democrático ni se quisieron someter a él. Prestaron apoyo al golpismo militar como defensor de sus intereses. El carácter demócrata y la integridad político-moral de esos dirigentes se demostraron nulos.

Aquellos ciudadanos de hoy que encuentren motivo de admiración en Puig i Cadafalch como arquitecto, arqueólogo o historiador del arte tienen todo el derecho a homenajearle, como se ha hecho con Cambó en tanto que mecenas cultural gracias a una parte de su fortuna. Ahora bien, pretender utilizar esos aspectos de su trayectoria para ocultar otros claramente reprobables, dignos de vergüenza y oprobio, se convertiría en un engaño inadmisible, pagado con dinero público.

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