Con la monarquía me pasa algo curioso: a veces me olvido. Creo que es tan esperpéntica la idea de que en pleno siglo XXI aún no nos hayamos podido desembarazar de una institución feudal, manifiestamente opaca, impuesta por el franquismo y llena de sombras que, a veces, me olvido. Creo que esto está extendido, nos olvidamos cómo nos olvidemos de aquellas cosas que nos dan vergüenza. Por aquello de no pensar en ello. Por aquello de qué pereza.
No es que los ideales republicanos no sean una idea compartida. Que yo recuerde, todo el arco desde la izquierda antiautoritaria, demócrata, transformadora, movimientos sociales de base, anticapitalistas, feministas, pacifistas... la cuestionan abiertamente. Desde siempre. Pero sí admito un desplazamiento del foco en todas estas luchas. Seguramente deberíamos haber estado denunciando cada día, hasta que cayera, bien podrida debe de estar.
Motivos no nos han faltado y aunque ha sido uno de los tabúes informativos más grandes del Reino, (gracias Kale Gorria) el embate del sentido común (menos el real, escogido por dios) se ha acabado imponiendo. Claro, para deconstruir la imagen más promocionada de la historia de la publicidad, el antiguo rey tuvo que hacer méritos, y pese a los ingentes esfuerzos para asociar su figura a un papel de pacificación durante la Transición, la verdad de su trayectoria vital ha funcionado como una ración doble de colas de pasa: la muerte de su hermano, la traición a su padre, el golpe de Estado del 23-F, la construcción de una importante fortuna personal, varias batallas campales para evitar que sus escándalos sexuales vieran la luz, tantas otras para impedir que los problemas de sus “íntimos” fueran tratados con independencia en los tribunales, el desprecio a las lenguas del estado y la minimización del franquismo con aquel “nunca fue nuestra lengua de imposiciones sino de encuentro”, las cacerías, la censura flagrante al Jueves y, por extensión, a las redes, la represión a quien osaba criticarla, el “Me importa una mierda la boda de la infanta”, los independentistas represaliados implacablemente cada aparición real y gastos titánicas en tiempos de miseria generalizada.
Y estas colas de pasa sumadas a la fatiga crónica que genera la política de este Estado, desembocó en una auténtica y transversal impugnación del régimen del 78; en sus inicios, a su silencio blindado, a sus atados y bien atados, a su cerrojo antidemocrático, del antes roja que rota dicho al oído. A su ADN.
En este preciso momento de decadencia real por entregas, manifestaciones y movilizaciones contra la monarquía y con los partidos que la habían auspiciado y protegido, cuestionando abiertamente... voilà. El rey Juan Carlos abdica en 2014 en favor de Felipe VI. Y el anacronismo borbónico desaparece de la primera fila del imaginario colectivo. Un barniz de juventud, por un concepto muy antiguo. Demasiado antiguo. Pero ahora con barba, pronunciando bien, con porte.
Cosmética barata para servir la segunda transición en bandeja y la monarquía salvada por la campana. Que de poco nos ha ido y, eso sí, perfil bajo Felipe, que no está el horno para bollos. Estos días, como hace 10 años, como hace 20, y 40 se ha vuelto a poner abiertamente sobre la mesa la cuestión fundamental a recordar: no somos súbditos de nadie. La cuestión fundamental, radical, justa, necesaria, adecuada y sencilla. Tan sencilla como una unidad de construcción. Y para regar esta idea tan sencilla, nos detienen y nos llevan en Madrid. Diez años después era presumible más solidaridad, menos colaboración, menos pitar la Marsellesa mientras nos detienen. Sobre todo, porque nos llevan porque saben que lo podemos conseguir.
Yo seguiré quemando fotocopias de caras, familias, tronos y palacios, segundas residencias reales, cacerías y yates. Porque del primer al último sometimiento, no hay que disimular. Porque por mucha vergüenza que nos haga la monarquía, ya está visto que sola no se irá.