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Ciudades, ventaja colaborativa y desarrollo: el círculo (potencialmente) virtuoso

Vida urbana en las calles de Valencia.

Josep Sorribes

A estas alturas, y más desde la publicación de los trabajos –determinantes- de Jane Jacobs (Muerte y Vida en las Grandes Ciudades y La ciudad, riqueza de las naciones), a nadie le puede sorprender que sea considerada un activo económico y social de primer orden y un elemento de competitividad “regional” (a diferentes escaleras territoriales) la presencia de una red densa y estructurada de ciudades, y más si en esta red juegan un papel capital las ciudades medianas.

Las ciudades, producto de la revolución neolítica (desde el 8.000 aDc circa) han sido siempre un relato histórico de éxito a pesar de los desastres naturales, las epidemias y las guerras. Han sido, desde el punto de vista económico, la cuna del intercambio comercial, de la división del trabajo y del desarrollo de la manufactura y los servicios. También el espacio de las ideas, de la libertad, de la creación cultural, de los movimientos sociales y de las revoluciones tecnológicas y políticas. Todo ello, un poderoso magneto que ha ido consolidándose y que después del impulso urbano vinculado a la primera revolución industrial en los países de la actual OCDE, experimenta desde el 1950 un nuevo y fuerte impulso que explica la denominación de “planeta urbano”.

Más del 50% de la población mundial ya habita en las ciudades y todas las previsiones apuntan a que en 2050 este porcentaje se acercará al 70% con los graves retos que esto supone porque la dotación de infraestructuras básicas no siempre acompaña al espectacular aumento de la población urbana. Pero a pesar de estos déficits, las ciudades continúan siendo el lugar de llegada de contingentes humanos que huyen del hambre, la miseria y la guerra y buscan una luz de esperanza y oportunidades de sobrevivir y de lograr las mínimas dosis de bienestar.

Esta “oda a la ciudad” no pretende esconder en ningún momento ni hacer olvidar los episodios negros, las regresiones, el sufrimiento y el oscurantismo que también tienen como escenario las ciudades. Pero siempre ha triunfado la ciudad en feliz expresión de Glaeser y autores tan valiosos y mediáticos como Richard Florida (“The Rise of the Creative Class” (2002) “Cities and the Creative Class” (2005) y “Who's Your City?” (2008)) nos han demostrado la fuerza transformadora de las ciudades que acogen a la clase creativa y proporcionan un caldo de cultivo adecuado porque se desarrollan el talento, la tolerancia y la innovación. Talento, tolerancia e innovación que antes (el aire de la ciudad hace libre, decía un viejo adagio medieval) y ahora despiertan el recelo de otras instancias políticas regionales y estatales (Perez Casado. 1987. El miedo a la ciudad. Paper Back).

Al final, el planeta urbano (cada vez más urbano) es el reino de los contrastes: conviven en permanente contradicción las megalópolis de la miseria, los slums y los grandes déficits de abatecimiento de agua y vivienda con regiones urbanas y corredores que conforman la vanguardia del sistema urbano mundial. Una vanguardia diversa donde, ante el bienestar (siempre relativo) de los corredores atlántico y pacífico de los USA y los subsistemas urbanos de la vieja Europa (la banana europea, el Báltico o el Arco Mediterráneo), la costa este china, el corredor de la India o el eje Río de Janeiro–Sao Paulo se afanan en erigirse en nuevos protagonistas.

Dejamos la escala planetaria para profundizar un poco en el papel clave de las ciudades en los procesos de desarrollo económico. La revolución urbana que acompaña la revolución industrial en Europa y los USA en los siglos XIX y XX es nuestro marco de referencia (que hay que actualizar y adaptar a la nueva escala planetaria). Lo que aquí nos interesa es subrayar el papel clave que juegan las ciudades como proveedoras básicas de bienes y servicios colectivos necesarios para el desarrollo económico y social. La iniciativa privada sólo fabrica o desarrolla aquellos productos y servicios que puedan convertirse en mercancías y que no exigen periodos de circulación del capital excesivamente largos. Pero el crecimiento de las ciudades y la continuidad del desarrollo capitalista exigen la provisión de bienes y servicios que están fuera del alcance de la lógica del capital privado que sólo interviene para alcanzar los segmentos de renta elevada.

Pero la creciente población urbana sólo es viable si los poderes públicos se encargan de garantizar el abatecimiento de agua y energía, la educación, la sanidad, la vivienda o el transporte. Proveyendo estos bienes y servicios de forma directa o creando las condiciones de rentabilidad adecuadas mediante el régimen de concesión administrativa (o financiando la demanda en el caso de la vivienda). Al final, la ciudad es, básicamente, un conjunto complejo de bienes y servicios públicos espacialmente articulados que hace posible tanto el uso residencial como productivo del espacio urbano. Las ciudades son, por lo tanto, conditio sine qua non del desarrollo económico.

Tan importante como el éxito de la ciudad como forma predominante de la organización del espacio ha sido la aparición y desarrollo de procesos de cooperación formal e informal entre las ciudades en cualquier escala territorial. Las áreas metropolitanas y regiones urbanas son el caso más conocido y generalizado, a pesar de la anomalía española, pero hay una amplia variedad de formas de cooperación espaciales o temáticas Esta cooperación (que no excluye la competencia) es el resultado de la toma de conciencia de los agentes económicos, sociales y políticos sobre la vigencia y urgencia de la ventaja colaborativa. Ya hace más de un siglo que Alfred Marshall explicaba el funcionamiento y las ventajas de los distritos industriales basados en las economías externas de empresa e internas a la industria, de las cuales tenemos numerosos ejemplos al País Valenciano. Un término –el de distrito industrial- que hoy se ha extendido al ámbito de la economía de la cultura y la innovación.

Fuera del ámbito productivo público-privado, la cooperación intermunicipal tiene una gran importancia y sólo la ignorancia puede (?) justificar los elevados costes monetarios y no monetarios que se derivan de la no cooperación. La presencia de economías de escala y de red, de indivisibilidades y de externalidades positivas y negativas (sólo “internalizables” mediante la cooperación) está a la orden del día en el nivel territorial y pide a gritos poner en práctica la cooperación y aprovecharse de las ventajas. La rutina del “siempre se ha hecho igual” hace ignorar y menospreciar las importantes pérdidas.

Pero sólo con esta práctica colaborativa se puede construir un proceso de desarrollo, entendiéndolo cómo algo más que el puro y duro crecimiento. Un desarrollo que, sencillamente, es un crecimiento sostenible, “traducido” como un crecimiento que utiliza cada vez de forma más intensa tecnologías “limpias”, que mejora el grado de cohesión social y que avanza en el respeto y la conservación activa del patrimonio cultural y construido heredado.

La colaboración tiene unas grandes posibilidades y una multiplicidad de vertientes: la ordenación territorial, la promoción económica, la gestión del espacio productivo y el turismo, las redes de infraestructuras, la localización de los grandes equipamientos, la eliminación y reciclaje de residuos, la contaminación y el medio ambiente, la gestión de parques naturales, la gestión de las viviendas y los servicios sociales... Los resultados pueden ser espectaculares y la colaboración es compatible con la participación y la transparencia siempre que predomine el sentido común y la exigencia de la eficiencia en el uso de los recursos públicos.

En el título de esta pequeña reflexión, hecha a vuela pluma, figura entre paréntesis el término “potencialmente”. No es ninguna casualidad. El País Valenciano tiene magníficas posiciones de partida y una red urbana densa y estructurada donde juegan (o podrían jugar) un papel clave las ciudades medianas. Aun así el resultado final, el target, es lamentable o, para no utilizar un término tan peyorativo, está muy lejos de lo deseable.

Nuestra red urbana es tan excelente como proverbial el desperdicio de la inexcusable colaboración. Y no se puede argumentar que no haya ideas encima de la mesa de como reestructurar una gestión eficiente del territorio, construida sobre una descentralización política de la Generalitat y la conformación de nuevas unidades de gestión supramunicipal y subregional donde integrar territorialmente las políticas sectoriales. El problema no radica en las ideas sino en la carencia de voluntad política para abordar una reforma en profundidad tanto de la planificación y gestión del territorio como de la profesionalización de la administración local.

Las causas de este estado de cosas son, sin duda, complejas, pero hay algunas evidencias. En primer lugar, es innegable la existencia de una fuerte resistencia a la cesión de competencias “hacia arriba” (en el caso de los Ayuntamientos) y hacia bajo (en el caso de la Generalitat). Las necesarias cesiones de soberanía encuentran todo tipo de recelos y resistencias. Un mal entendido municipalismo (próximo a la filosofía cantonalista, de cantón) y un diseño absorbente de las competencias por parte de los nuevos poderes emergentes de la Generalitat, actúan como formidables trabas sólo superadas por el mantenimiento irracional de las Diputaciones que han demostrado con creces su inutilidad como ámbito de gestión territorial. El recurso a la Constitución por parte de municipios y provincias es simplemente la prueba de la carencia de argumentos para justificar un inmovilismo inverosímil.

Necesitamos una “nueva planta” para el territorio valenciano y no un miedoso anteproyecto de “mancomunidades” que no resuelve ningún problema que no puedan resolver cien veces mejor las “comarcas de gestión” que integran cada una de las cuatro gobernaciones propuestas. Mientras tanto, la Generalitat (que tiene competencias sobre la organización del territorio), sólo comienza algunos Planes de Acción Territorial que tienen una filosofía sectorial (sólo usos del suelo e infraestructuras) mientras deja en vía muerta la creación de áreas metropolitanas de las cuales hay sobrada experiencia en Europa y que afectarían, al menos, a las zonas urbanas de Valencia, Castellón, Alicante y el Vinalopó, mientras que el proyecto estratégico de las Comarcas Centrales duerme el sueño de las buenas palabras.

Sin la mencionada “nueva planta” no nacerá el tampoco non nato modelo económico valenciano, o lo hará, en el mejor escenario, cojo. Las políticas sectoriales que se derivan de este nuevo plan nunca se integrarán desde una óptica de transversalidad territorial. Es el territorio (organizado) y no el “sector” el que tendría que servir de eje estructurador del discurso. No es lo mismo definir y ejecutar las políticas sectoriales en un contexto de colaboración definido por las nuevas unidades (o comarcas de gestión) que seguir mimetizando el gobierno de la administración central, profundamente sectorial y escasamente democrático.

Hemos perdido posiciones relativas en todos los rankings, “disfrutamos” de un sistema de financiación insultante, el gasto estatal de inversiones es fuente de un memorial permanente de agravios y –por razones obviamente políticas-, el Arco Mediterráneo arrastra décadas de atraso injustificable. Siendo todo esto cierto, no nos vendría nada mal que, mientras demostramos que estamos profundamente disgustados con el trato recibido, demostremos también que tenemos un proyecto común de puertas adentro que nos dé fuerza para exigir más recursos.

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