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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Bitácora del replicante

Blade Runner (Ridley Scott, 1982).

Joan Dolç

Este verano no he visto naves de ataque en llamas más allá de Orión, ni rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser, quizá porque aún no es hora de morir. Pero, en las llamadas horas punta, he visto, un año más, colas interminables formándose en la autopista que comunica los apartamentos de la playa con la ciudad, hileras inmensas de coches, cada uno intentando meter la nariz en el culo del otro, la mayoría con un solo tripulante a bordo. Por la manera como estos conducen, es fácil distinguir entre los eficientes replicantes, perfectamente carentes de empatía, que cambian oportunamente de carril para apropiarse del escaso espacio que a veces se abre entre un vehículo y otro, y a los humanos, resignados replicados que transitan como jacos sumisos la línea de asfalto ardiente que los lleva de un establo a otro. También he vuelto a ver como, hacia el mediodía, cuando el sol alcanza una verticalidad implacable, una cantidad ingente de automóviles llena la franja entre la autopista y el mar, sin dejar un solo hueco entre ellos, formando una especie de tendalera de galápagos metálicos cuyas calaveras de chatarra achicharrada se traslucen a través de los caparazones. Es una visión premonitoria del sórdido descampado al que irán a parar para ser desguazados más pronto que tarde.

En esas playas he visto también, otra vez, a catervas de individuos semidesnudos rebozados en arena, revolcándose en ella, curtiéndose al sol como aquellos anfibios mesozoicos de los que proceden. Juegan y se bañan en las turbias aguas de ese Mediterráneo que se espesa de día en día con todo tipo de despojos, con desechos cuya existencia prefieren ignorar. Paradójicamente, cuando están agolpados frente a esa masa de agua infranqueable es cuando parecen sentirse más libres. Es como si, trescientos millones de años después, la tierra firme todavía fuera para ellos el territorio hostil que era para sus ancestros, como si se arrepintieran de haber abandonado su hábitat primitivo, como si la curiosidad que los llevó lejos de él se hubiera agotado y quisieran volver, decepcionados, con el rabo entre las piernas. Se desnudan frente a ese mar y, por la manera como se tuestan, uno llega a pensar que, si pudieran, prescindirían también de su sangre caliente y de esa enojosa conciencia que les hizo seres dolientes; se convertirían en lagartos para comer y ser comidos sin remordimientos, sin lamentos inútiles y absurdas exigencias al destino.

Este verano he visto de nuevo muchedumbres no mucho más vestidas que esas deambulando por los recovecos de ciertas ciudades, multitudes atacadas por una excitación desordenada, formando ese típico bullicio sin objeto característico de ciertas aglomeraciones animales, gusaneras que serpentean sin rumbo entre los huesos de una civilización que ya no puede alimentarlas, marabunta desordenada que recorre el esqueleto de una cultura yacente, caricatura lúgubre de sí misma, repintada, recosida, cubierta de afeites y con algunos ostentosos postizos arquitectónicos aquí y allá, adornos pretendidamente modernos que no pueden disimular la degradación, la falta de vitalidad y de propósito. Es algo que muchos vieron venir antes y después de que Oswald Spengler publicara La decadencia de Occidente. A lo largo de décadas, un reducido pelotón de seres melancólicos, mayoritariamente literatos, a los que se tomaba por reaccionarios, dieron la voz de alerta, mientras otros escribían encendidas elegías a la modernidad, se esforzaban en ponerle una música apropiada, pintaban enstusiásticas alegorías, o componían enérgicas obras cinematográficas dedicadas a Berlín, Manhattan, Chicago, París, Niza o Praga, sinfonías urbanas que querían ser odas y resultaron ser réquiems, epitafios para una cultura que se celebraba a sí misma pero confundía su apogeo con su canto de cisne.

Aunque su agonía era perceptible para unos cuantos, para la gran mayoría no ha comenzado a ser evidente hasta ahora mismo, cuando la debacle se está consumando. Nada será ya como antes. En mi corta vida de impostada humanidad he visto cosas que muchos de vosotros no creeríais. He paseado libremente por esas ciudades que en algún tiempo dominaban el mundo y que hoy son un escaparate de ruinas. Me he abierto paso entre la indiferencia de quienes vivían entregados a su quehacer cotidiano y hoy son residentes asediados, y también me he sentido tratado en los más diversos lugares como un forastero genuino, con curiosidad sincera y no con esa displicencia de rehalero y esa falsa amabilidad que caracteriza el trato con los viajeros de paso. En la Galleria degli Uffizi, donde ahora se esfuerzan por contener al gentío que se agolpa frente a sus puertas, una tarde de verano asistí al nacimiento de Venus bajo el soplo de Céfiro, tal como lo vio Botticelli, sin que la discreta presencia de unos pocos visitantes tan calmosos como yo me impidiese escuchar mis pensamientos. Y también, antes de que empezara a hundirse bajo las pisadas de millones de turistas, me fue dado el privilegio de recorrer tranquilamente Venecia con sus calles casi vacías, atravesar sus campi, en los que todavía se podía percibir la presencia de Aschenbach huyendo de la muerte —o quizá corriendo hacia ella—, y acodarme en los brocales de piedra de sus pozos sellados para ver el tiempo detenido.

Ciertamente, a estas alturas no estoy seguro de si esas y tantas otras situaciones similares las he vivido o son implantes en mi memoria. Pero mientras yo creo firmemente que recuerdo todo eso, a muchos de vosotros solo os es posible ya imaginarlo. «Recordamos, luego existimos», nos concebisteis sobre este principio a imitación vuestra. Por eso atesoramos ávidamente todo lo que alimenta nuestra memoria, da igual cómo y por qué. Vosotros, en cambio, inexplicablemente, vais dejando que la vuestra se vacíe para rellenarla con escombros. El único presente que ahora mismo sois capaces de daros es tan efímero vuestros selfies. Por un lado va dejando tras de sí un pasado sin huella, y por otro, por mucho que os mováis, ya no os lleva a ningún sitio. Uno empieza a sospechar que cuando nos creasteis, incluso cuando nos imaginasteis, no estabais dando ningún paso adelante; estabais creando alguien a quien ceder el testigo de la especie, endosarle su maldición; estabais empezando a recular hacia esa playa que nunca ha dejado de atraeros, para ensayar la vuelta al océano del que provenís, esa enorme masa de agua primigenia, cuna y laguna Estigia a la vez, donde todo se disuelve igual que las lágrimas en la lluvia.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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