Desde el comienzo de la invasión de Ucrania es habitual oír voces empeñadas en condenar las guerras, en proclamar cuánto les duelen y en pregonar su pacifismo. Y uno se queda esperando a ver qué sigue, pero no sigue nada. Las obviedades proclamadas enfáticamente son una de las muestras de estulticia ilustrada más comunes y desesperantes. Seguro que quienes las enuncian pretenden decirnos algo, pero es muy difícil adivinar qué es. ¿Maldecir la guerra para qué sirve, aparte de dar a entender que quien no repita la jaculatoria es un miserable belicista? Recuerda mucho a las irritantes e infantiles consignas del tipo «Un bote, dos botes, fascista el que no bote». Si no te ponías a dar brincos, eras un fascista. Como mínimo, un pusilánime. Luego aparecían los grises y había que huir a toda mecha, porque los fascistas no daban saltitos, pero sus mandados corrían que daba gusto y repartían hostias como panes. De manera que uno acababa preguntándose si lo de los saltitos no era una manera de precalentar con disimulo.
A menos que se trate de un cínico paripé, pretender parar una guerra con proclamas no parece útil ni sensato. Las buenas intenciones por sí solas no son capaces de parar un misil. Misiles y sentimientos (sobre todo los buenos) pertenecen a categorías diferentes. Al misil se la suda contra qué estás, y a quien lo dispara también. Encerrarse en un fuerte ideológico levantado exclusivamente con consignas tiene la misma eficacia que cerrar los ojos y pretender hacerse invisible. Y con los ojos cerrados no se puede uno sentar a negociar lo que, contra todo ideario, aconseja la relación de fuerzas y el instinto de supervivencia. El colmo del despropósito aparece cuando nos vemos capaces de dilucidar quién lleva la razón, como si eso fuera posible, e invitamos a otros a resistir en nombre de no se sabe muy bien qué principios. Quienes hacen esto no se dan cuenta de que, cuando estalla una guerra, la razón hace mucho que quedó atrás, y sobre todo olvidan que aceptar la derrota es, a veces, la única manera de conseguir la victoria. Que, para la mayoría, no nos engañemos, significa conservar la vida tanto tiempo como sea posible y poco más.
En el mejor de los casos, esas proclamas no son sino muestras de pensamiento mágico revestido de impostada autoridad moral. Movimiento de alas atrofiadas y cacareo, inanidad intelectual con falsete. Una manera de dar vueltas en torno al tema de la guerra como un perro a su rabo. Nos empeñamos en ver la guerra desde una perspectiva moral, y la moral tiene ahí poco que ver, tal como recordaba hace poco José Antonio Zorrilla, ex-embajador en Georgia, ante un auditorio escandalizado. No tiene nada que ver la moral ni tampoco el azar. Las guerras se ponen en marcha mucho antes de hacerse visibles, como el magma bajo nuestros pies antes de una erupción. Y lo que en unos casos explica perfectamente la geofísica, en otros lo hace igual de bien la geopolítica. Del mismo modo que tenemos las orejas pegadas al suelo para detectar a tiempo los movimientos telúricos, convendría prestar menos atención a nuestros quebrantos anímicos y estar más atentos a los factores que mantienen el mundo en tensión y también a los movimientos estratégicos de quienes cortan el bacalao, que suelen andar un poco por debajo del magma, más o menos por donde está el infierno. Tan solo somos el coro que comenta las acciones de los dioses, a estas alturas creer otra cosa es una ingenuidad, pero vamos a pensar que no es lo mismo que a estos les llegue el clamoreo de unas plañideras inofensivas, cuando no cómplices, que el de unos corifeos medianamente informados y sensatos.
No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.
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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.
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