He tenido una conversación bastante turbadora con un heterónimo mío de los inicios de la transición, del inmediato desencanto y de la molicie política, intelectual y moral de los tiempos de la movida. Él era la conciencia crítica ante todo eso, lo que no le impedía exhibir una jovialidad a toda prueba, quizá porque se sentía a salvo de ciertos engaños colectivos y eso alimentaba su esperanza. Le había perdido la pista, y hete aquí que me lo encuentro sentado en un banco del parque, mirando con cara de berza el chorrito de una fuente. Al igual que yo, acaba de cumplir los 65, y es un tipo que ha votado regularmente desde el referéndum para la ratificación de la Constitución, en el 78, justo cuando acababa de superar los 21 años, la edad con la que, por aquel entonces, se entraba en la mayoría. Ambos pertenecemos a la generación que entró a la vez en la mayoría y en la democracia.
En aquella ocasión optó por el no, no precisamente por su apego al régimen que dejábamos atrás, sino porque esa constitución le parecía tramposa e insuficiente, pero se alegró de que saliera el sí, porque, pese a todo, no dejaba de ser un gran avance. Es un tipo que siempre había defendido el sufragio como valor absoluto. Lo consideraba garantía del progreso democrático, aunque, ni mucho menos, garantía suficiente, y siempre había alentado a los demás a votar sin hacer proselitismo por ninguna opción en concreto, aunque todos sabíamos de qué pie cojeaba, sobre todo yo. Y mientras recordamos viejos tiempos delante del chorrito, va y me suelta que, llegado a este punto, y tras meditarlo mucho, ha decidido pasarse al bando de la abstención, que no piensa seguir votando. Coherente con sus principios, no pretende decirle a nadie lo que ha de hacer, pero que con él ya no cuenten, que él ya ha dado, ya ha cumplido.
Me intereso por ese punto al que dice que hemos llegado, y me contesta con una batería de argumentos un tanto dispersos, con tanta convicción que a veces veo asomar rastros de chaladura. Dice que, dejando de votar, lo que pretende es recuperar su condición libre de ciudadano, que quiere liberarse de algo que siempre ha considerado un imperativo categórico para reconsiderarlo desde la máxima distancia crítica posible. Me dice que está harto de votar a quien no conoce ni por asomo. De los políticos, afirma, solo nos llega su imagen mediática y el cada vez más tenue revestimiento ideológico con el que suelen disfrazarse. El perfil medio del político, arguye, es el de alguien que pertenece a una clase desagregada, con una relación meramente utilitarista con el resto de los ciudadanos, que raramente consigue focalizar su atención en ideas sustentadas en la realidad social, y si lo consigue suele ser para mal.
Me recuerda que, durante aquella refundación democrática de los ochenta, algunos aspirábamos a que en el Parlamento estuvieran representados todos los que constituíamos la fuerza de trabajo de la nación. Naturalmente, sin que tener formación académica fuera un requisito para ser elegido, más bien al contrario. El título académico se veía con suspicacia si no iba acompañado de un sólido currículum laboral y de lucha por las libertades. Me cita como paradigma a Gerardo Iglesias, minero antes y después de haber pasado por el Congreso de los Diputados, pero lo hace levemente avergonzado, como esos ancianos que son conscientes de estar utilizando referentes excesivamente remotos cuyo significado escapa a su joven auditorio. Naturalmente, no es mi caso.
Aquel sueño, me dice, se fue en un parpadeo. La Cámara de Representantes se alimenta casi exclusivamente de los retoños que el mismo aparato estatal amamanta, está a rebosar de abogados y funcionarios de carrera que, en la práctica, solo son profesionales en el manejo del escaño. Las rebatiñas por si el máster que uno dice tener lo obtuvo así o asá le parecen espectáculos grotescos que surgen de ese contexto: esos personajes no tienen otras credenciales que presentar ante una ciudadanía pazguata, que sigue viendo en el diploma una garantía de solvencia. A una objeción mía dice que, ciertamente, el hecho de ser minero, tornero o informático no garantiza ni la honestidad ni la competencia, pero sí la posesión de un principio de realidad del que carecen completamente los políticos actuales, seres infantilizados que se dedican a una lamentable logomaquia sin apenas vinculación con el mundo real.
Le arguyo que el Parlamento puede que no haya sido nunca tan diverso como ahora. Al oír eso me mira como César debió mirar a Marcos Junius Brutus mientras le preguntaba: ¿También tú, hijo mío?, y me responde en diagonal. Sabes muy bien que eso a lo que creo que te refieres, me dice, no ha hecho la más mínima mella en las estructuras de poder. Más bien al contrario. Hace tiempo que no hacemos otra cosa que celebrar una victoria pírrica tras otra mientras nos están diezmando sin piedad, asevera. Y, siguiendo con su jerga pseudomarxista (con el paso del tiempo todo lo de nuestra generación parece «pseudo»), añade que la superestructura ha pretendido emanciparse de la infraestructura y tomar el mando del cambio social. La izquierda se ha tragado esa premisa. Y eso, dice, es un dislate. Ya veremos cómo salimos del laberinto en el que nos hemos metido, sentencia a la vez que se desmarca de un asunto que le provoca un evidente embarazo.
Pero aún agrega que, al mismo tiempo que construimos quimeras, nos volvemos cada vez más ciegos ante el cinismo estructural del sistema. Me recuerda que nuestra prioridad era luchar contra los poderes fácticos del antiguo régimen, y ahora los poderes fácticos se han multiplicado y han multiplicado su poder. Me cita a la banca, a las empresas de energía, a las de telecomunicaciones, a los gigantes de la logística. Se supone que somos los ciudadanos quienes ponemos y quitamos a los políticos cada cierto tiempo (y a lo mejor tú todavía te lo crees, apostilla, irónico), pero estamos viendo cómo el juego sucio, la manipulación informativa, la instrumentación de los medios los aúpa y los deja caer a voluntad (me cita los casos de Albert Rivera en un extremo y Pablo Iglesias en otro). Ante este hecho, el poder del elector se revela insignificante, subsidiario, válido tan solo en tanto en cuanto coincide con los intereses del establishment.
Me recuerda que el transfuguismo no obliga a los cargos electos a devolver el acta, siguen siendo «representantes» aunque hayan traicionado aquello que decían representar. Y también que, de manera condescendiente con aquellos que nos empeñamos en considerar «los nuestros», nos hemos acostumbrado a aceptar el incumplimiento de las promesas electorales con el argumento recurrente de que «no han podido hacer más». Ya no nos damos cuenta de hasta qué punto estamos legitimando la acción de las fuerzas que escapan al juego democrático y están por encima de él. En estas circunstancias, el voto solo puede ser conservador. Desde la ingenuidad, la complicidad o la resignación. Nadie con un ánimo mínimamente transformador, por supuesto progresista, puede creer ya, a estas alturas, que el voto representativo pueda ser de alguna utilidad. Todavía podría serlo como parte de una estrategia más amplia y ambiciosa (creo que utiliza estas palabras para no utilizar el término «revolucionaria», que le provoca pudor), pero… ¿tú la ves por alguna parte?
Sinceramente, me cuesta verla, pero no quiero alimentar su derrotismo y doy la callada por respuesta. En lo que a él respecta, sus únicas dudas se centran en la posibilidad de seguir votando en las elecciones autonómicas, porque las autonomías administran, con una cierta libertad de acción, competencias esenciales por las que todavía cree que vale la pena prestarse a participar en la ceremonia del voto. Se refiere a la sanidad y la educación. Y tal vez también en las municipales, por su incidencia en la gestión del territorio. Pero todo eso lo dice como quien cuenta la calderilla que le queda a alguien tras haber perdido un gran capital. Creo que está pensando en su inmediato y escaso futuro y en el futuro presumiblemente largo pero problemático de sus nietos. Pero eso no es votar, me dice antes de que yo diga nada, eso es un acto tristemente pragmático, un acto de desesperación de un demócrata acorralado.
Aunque hace tiempo que amaga con lo mismo y siempre acaba votando con la pinza en la nariz, presiento que esta vez habla con una total convicción, presiento que, cuando llegue el momento, esta vez no comparecerá, y eso me sume en una profunda melancolía. No es un triste voto aislado el que se perdería. Tengo la impresión de que cuando él deje de votar, será todo un mundo el que empiece a irse al garete, como cuando quitas el calzo a un carromato averiado y aparcado en una pendiente y se desliza aceleradamente hacia el barranco.
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