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La patada en la puerta

Alfons Cervera

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Estabas tranquilamente en tu casa. La tele. Un libro. El potaje a punto de caramelo. La biblia en pasta de la felicidad. Hogar dulce hogar. Y de pronto, la puerta abajo. Descoyuntada. Los goznes hechos una birria. Y en quince segundos, la casa llena de policías. La gente más joven que lea este artículo igual no sabe de lo que hablo si hablo de una ley que se sacó de la manga un ministro socialista que se llamaba (todavía se llama) José Luis Corcuera. Era ministro de Interior cuando Felipe González presidía el gobierno del PSOE. Destacaba en su biografía que había sido obrero electricista. ¡Increíble: un obrero de ministro en el gobierno de Felipe González! Pues bien, ese ministro se inventó en 1992 una ley que tenía un nombre más largo, pero se la conoció como “la ley de la patada en la puerta”. O sea que, si se sospechaba que en tu casa se cocía algo más raro que un potaje con el añadido final de huevo duro y hierbabuena, llegaba la policía y sin orden judicial y sin nada echaba la puerta abajo y tú o alguien de tu familia iba a pasar un rato de los malos en el comedor con la tele puesta o en el trullo. Muchas leyes de todas las épocas han tenido que nombrarse con una cierta economía gramatical para que las entendamos: ley de amnistía para los torturadores del franquismo, ley mordaza, ley de la patada en la puerta… Ya saben. Cosas del lenguaje enrevesado de las leyes para confundir al personal.

El otro día una jueza de Paterna ordenó a la policía que entrara en una casa de Burjassot y detuviera a un joven que vivía allí con sus padres y su hermano. No echaron la puerta abajo, pero la cosa era muy parecida a lo que emanaba de la famosa ley del ministro que cambió el mono de trabajo y el amperímetro por el traje de alpaca, la corbata y la pluma con la que firmó la licitud de irrumpir la policía violentamente en las casas cuando estaba a tope el telediario. La acusación de la jueza en el caso de Burjassot era de desobediencia con motivo del referéndum catalán. Pero como eso no resultaba fácil de colar, la justificación para el asalto policial -como en la ley Corcuera- fue la de posesión de drogas y crimen organizado. Nada menos. Crimen organizado. Y la jueza se quedaría tan ancha jugando a batallitas mafiosas, como si la casa del joven fuera la sede del PP en la calle Génova de Madrid o el ayuntamiento de Valencia cuando mandaba allí dentro Rita Barberá. En realidad, lo que buscaban la policía y la jueza era el ordenador del chaval porque, según les constaba, se distribuía desde allí información de páginas web sobre el referéndum de Cataluña. Más o menos lo que miles y miles de personas han estado y están haciendo en estos días confusos ocupados por la incertidumbre y el desasosiego.

Todo no vale para defender lo que el gobierno de Rajoy y una parte de la ciudadanía llaman legalidad vigente. La legalidad y la violencia no pueden andar juntas y mucho menos de la mano. La palabra ha de estar por encima de toda violencia. Se ha pasado años Rajoy callado como un muerto y ahora sólo se le ocurre pegar furibundas patadas en la ya fragilísima puerta de la democracia. Mucho de lo que está pasando ya se sabía que iba a pasar. Desde aquella rabiosa trastada contra el Estatut, todo apuntaba al aumento considerable del independentismo. Y se han cumplido las expectativas de entonces. De sobra se han cumplido aquellas expectativas. Las opiniones de unos y otros caen ya en un terreno difícil de realimentar con palabras de negociación y aún menos de concordia. La buena política ha sido una vez más derrotada por la vergonzosa consolidación de una justicia que no es la justicia de todos sino sólo del PP y sus legiones, unas legiones dispuestas a salvar de nuevo, al precio que haga falta, su España oscura y anacrónica al grito unánime de ¡Una, Grande y Libre!

Ningún conflicto del tipo que sea puede servir para el resurgimiento de las viejas prácticas de la dictadura. La represión es la muerte de la palabra, el infame sacrificio de la razón, ese paisaje crepuscular en que sólo brilla el hierro de los fusiles a la caída de la tarde. Los fusiles, sí. Y no es una metáfora que me saco de la manga poética para endulzar la violencia. Sólo falta el ejército para tomar al completo las calles de Barcelona. Acusar al joven de Burjassot de formar parte de un cartel de la droga y de pertenecer a una trama de crimen organizado es la señal más clara de que la mala política y la justicia al servicio del poder van de la mano sin importarles un pito la obligada decencia de la política y de la justicia. Se trataba de llenar de miedo la casa del joven para dejar bien claro que si no estás con lo que dice el PP sobre el referéndum te conviertes en un peligroso enemigo de su patria. De la suya. De esa patria que quieren seguir salvando -como en aquel mes de julio de 1936- a golpe de patadas en las puertas de las casas y de la misma democracia.

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