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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Las doctrinas y la seguridad jurídica: de Botín a la infanta Cristina

Isabel Elbal

Hay un principio muy garantista que responde a la llamada previsibilidad jurídica o seguridad jurídica. Por eso, la Constitución prevé el llamado principio de legalidad, que impide que una conducta sea sancionada si previamente la ley no ha establecido su propia existencia y sus consecuencias punitivas.

Dicho principio supone una garantía para todos los ciudadanos de un Estado de derecho y, además, impide que los criterios judiciales y las sentencias emanadas del Tribunal Supremo -que es quien crea doctrina al dictar las sentencias que compondrán la jurisprudencia- cambien su signo abruptamente, en función de elementos ajenos a la misma justicia o necesidad social del momento.

Es decir, los ciudadanos necesitamos saber a qué atenernos. Incluso, la seguridad jurídica se extiende a quien tiene intención de delinquir: si voy a robar en un banco, necesito saber qué pena llevará aparejada esta acción delictiva, cuántos años de prisión cumpliré, cuándo podré empezar a solicitar un permiso penitenciario, cuándo podría salir en libertad condicional, cuándo prescribirá el delito, cuándo prescribirá la condena, etc.

Por otra parte, el Derecho o conjunto normativo de un Estado no es una fórmula matemática que los jueces deben aplicar automáticamente. Así, caben interpretaciones a la hora de calificar los hechos sometidos a enjuiciamiento. Las leyes tampoco son unívocas y, a veces -sobre todo en materia penal- vienen informadas por principios específicos que las modulan; por ejemplo, el principio de proporcionalidad, que obliga a los jueces a individualizar las penas y a aplicarlas, en función de las circunstancias que rodeen al autor y a los hechos.

El conjunto de ideas que impregnan una determinada línea de interpretación, a la hora de dictar jurisprudencia, en casos parecidos, es lo que se conoce como doctrina del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional. La doctrina también ha de ser previsible. Ésta podrá sufrir modificaciones, en función a determinadas necesidades sociales que así lo impongan, pero, bajo ningún concepto, los cambios responderán a la arbitrariedad ni serán contrarios a los principios que sustentan nuestra Constitución.

Por el contrario, la inseguridad jurídica impregna de autoritarismo y de arbitrariedad al sistema jurídico que lo ampara. La imprevisibilidad jurídica es propia de sistemas políticos o regímenes que, de forma interesada, partidista, política o conveniente, aplican el Derecho sin uniformidad ni coherencia, dejando indefensos a los ciudadanos. Pensemos en la ley franquista de vagos y maleantes, que sin criterio unívoco y de forma generalizada penalizaba toda conducta que se hallara fuera de los márgenes de la corrección impuesta por el régimen, en prevención a la posible peligrosidad social del sujeto.

Desde que se promulgó la Constitución, instaurándose la separación de poderes, hemos asistido a tortuosos y accidentados cambios de criterio por parte del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional, que, incluso, no han dudado en denominarlos con nombres y apellidos de los directamente involucrados o beneficiados. No es casual, además, que las maniobras de cambios percibidas casi siempre han tenido como beneficiados a poderosos de todos los ámbitos.

En febrero de 2007 el Tribunal Supremo creó la innovadora “doctrina Botín”, que evitó que Emilio Botín -presidente del Banco de Santander- se sentara en el banquillo de los acusados y cuya consecuencia fue, por tanto, el archivo de la causa penal. ¿Por qué? El Fiscal no acusaba, los perjudicados (acusación particular) tampoco y, así, se estableció que el procedimiento penal no debía avanzar sólo con el impulso de la acusación popular.

Algo inédito. La participación ciudadana en la Administración de Justicia, mediante el ejercicio de la acción popular está contemplada en la Constitución (art. 125) y, además, se trata de una institución con dilatada trayectoria en nuestro ordenamiento jurídico, se incorporó en 1.869. Así mismo, establece la Constitución que la acusación popular se ejercerá según dispongan las leyes, por lo tanto, no habilita, en modo alguno, a que se limite su ejercicio en función del dictado de ningún Tribunal, aunque se trate, como en este caso, del Tribunal Supremo, sino que vendrá regulada por la ley.

En el caso del afamado banquero, no sólo se realizó una importante limitación al ejercicio de la acusación popular, en contra de lo dispuesto en la Constitución, sino que el Alto Tribunal estaba enviando un mensaje al legislador: la acusación popular habría que limitarla, para no dejar en manos de asociaciones la suerte de cualquier ciudadano; si se trataba de un poderoso, menos todavía.

Sin embargo, en abril de 2008 el Tribunal Supremo dictó la “doctrina Atutxa”. Con apenas un año de vida, la doctrina Botín iba a inaplicarse para conseguir enjuiciar a Juan María Atutxa. En este caso, el entonces Presidente del Parlamento vasco y los miembros de la Mesa del Parlamento vasco se negaron a acatar el mandato del Tribunal Supremo consistente en disolver al grupo parlamentario Batasuna, una vez que éste fue ilegalizado.

En esta causa, pese a que el fiscal no acusaba y sólo lo hacía una acusación popular, Manos Limpias, no se aplicó la doctrina Botín. No importaba que la acusación popular fuera en solitario, de tal forma que, finalmente, Atutxa fue condenado a un año y medio de inhabilitación para el desempeño de cargo público, por un delito de desobediencia.

Este brusco cambio en la jovencísima doctrina Botín se basó en una diferencia, para quien quisiera verla, de matiz: el tipo de delito. Tampoco olvidemos que a Atutxa el propio Tribunal Supremo le conminó a que disolviera al grupo parlamentario, he aquí otra diferencia.

Recientemente, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha condenado a España, precisamente, por haber creado una doctrina, la “doctrina Parot”, que implicaba un sobrevenido aumento en el cumplimiento de condenas a personas que cuando delinquieron ya tenían una previsibilidad en el cumplimiento de sus penas. Así, el TEDH entendió que los jueces españoles, es decir, el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, habían quebrantado, ni más ni menos, que el principio de seguridad jurídica, pilar básico del Estado de Derecho.

Como he dicho, los cambios de doctrina son aptos siempre y cuando no vulneren principios constitucionales. En este caso, el TEDH entendió que la doctrina Parot había supuesto un cambio arbitrario, por no respetarse el principio de legalidad.

Restan dos casos por escribir, pues aún no están sometidos a la valoración del Tribunal Supremo: el caso Fabra y el caso Infanta Cristina. El caso Infanta Cristina “necesitará” un cambio de doctrina, pues se querrá evitar que se siente en el banquillo de los acusados a causa del único impulso de la acusación popular. No olvidemos que su situación procesal es idéntica a la de Atutxa y que en diciembre de 2013 el Tribunal Constitucional acaba de confirmar la condena de este último, aunque se debiera únicamente al impulso de la acusación popular y el Fiscal no acusase.

Quien quiera ver en todo esto una enfermedad podría equivocarse, pues no supone más que un grave síntoma de una pérdida que podría ser irreparable, salvo que alguien se acuerde de Montesquieu: “Estando unido el poder judicial al poder legislativo, el imperio sobre la libertad y la vida de los ciudadanos sería arbitrario, por ser uno mismo el juez y el legislador y sería tiránico, por cuanto gozaría el juez de la fuerza misma de un agresor” (El Espíritu de las Leyes).

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