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'Cold War', oda al pesimismo para amantes tormentosos

Zula y Wiktor, amantes tormentosos en plena Guerra Fría

Francesc Miró

Con su anterior film, Ida, Pawel Pawlikowski supo ganarse un sitio en el cine europeo contemporáneo sin pedir permiso. Su carrera ya contaba con unos cuantos largometrajes y unos inicios en el documental televisivo británico de la mano de la BBC, pero era prácticamente desconocida para el gran público. Sin embargo después del estreno de aquella película su nombre pasó a ser uno de los que convenía conocer si se quería estar al día del panorama cinéfilo.

Tanto fue así que, después de recorrerse el circuito de festivales y hacinar una cantidad indecible de premios en su póster promocional, Ida terminó haciendo historia con el Oscar a Mejor película de habla no inglesa en 2015.

En aquel film, el realizador polaco ofrecía más de un comentario político sobre temas incómodos en la historia de una novicia que descubre su pasado judío durante la ocupación nazi.

Ahora, sin embargo, estrena una película en la que cambia de registro sin por ello perder señas identitarias. Cold War  llega a nuestros cines para narrar una tormentosa historia de amor sin segundas, tan intensa como bellamente filmada. Por lo pronto se ha hecho con la mejor dirección de Cannes, así que puede que siga los pasos de su predecesora.

El amor es una guerra fría

Como viene siendo habitual en el autor, Cold War arranca con una imagen que define por sí misma el tono de la película. Dos personas cantan una canción popular de la Polonia rural, una tonadilla alegre que narra una historia de despecho. Pero los músicos que la interpretan no comparten la felicidad que su música transmite. Sus rostros están marcados por hastío, la pobreza y el dolor.

La nueva película de Pawel Pawlikowski narra la historia de amor de Zula y Wiktor. Ella es una joven que intenta dejar su pasado atrás, acusada de haber asesinado a su padre, presentándose a un cásting en el que buscan voces para un espectáculo itinerante de música tradicional. Entonces le conoce a él, un reconocido músico y profesor de canto. Juntos inician una tórrida relación que se tuerce cuando él huye a París, señalado por no ser fiel al Partido Comunista Polaco.

Como si de dos potencias mundiales enfrentadas se tratase, ambos se reencontrarán a lo largo de los años, atraídos y repelidos a partes iguales. Enfrentados por las vivencias y la distancia que les separan, pero condenados a amarse sin remedio.

Haciendo uso de una poética de la imagen nada sutil en su exposición, Pawlikowski  transforma su discurso político en carne de metáforas entre dos amantes que se odian por serlo. Y de ahí, parte una exploración del drama romántico clásico con ínfulas de un rupturismo y una mirada novedosa que no llega en ningún momento del metraje. Más bien al contrario: prevalecen en ella ecos de un cine de antaño.

Blanco y negro para disimular el vacío

Conocedor de su pericia en términos formales, Pawlikowski no escatima en epatar al espectador con una puesta en escena apabullante, números musicales magníficamente rodados, y planos de una belleza indudable. Visualmente, Cold War  no solo es superior a Ida, también más inteligente en la transmisión emociones.

Sin embargo, su desarrollo a trompicones y su abusivo uso de la elipsis, corren el peligro constante de vaciar de contenido emocional la relación de la cantante y el músico, de distanciar a los personajes del espectador y abrir una brecha entre ellos.

Tan pronto vemos a Zula y Wiktor en un campo de concentración abrazados, como en un local cool de jazz parisino, sometidos a un guion que sube y baja de intensidad sin aparente razón.

Pawlikowski juega a ser el Leos Carax de Los amantes de Pont Neuf, asumiendo de esta la poética de la autodestrucción, el fatalismo social y la amargura del hecho de amar, torturando a sus personajes pero ofreciéndoles un camino hacia la redención.

No faltan, eso sí, los ribetes artísticos tan del gusto cannois que llevan a Tomasz Kot -que da vida a Wiktor-, a poner bandas sonoras a películas mudas, o a Joanna Kulig - Zula- a mirar una butaca vacía como si mirase al espectador directamente.

Pero lo que Carax supo convertir en una paradoja -la película francesa más cara de su tiempo era la historia de dos vagabundos-, y en un homenaje a L'Atalante de Jean Vigo, para Pawlikowski solo es una historia de amor fatal. Una relación tóxica llena de altibajos y sin más lecturas que un pesimismo plano. 

Malos tiempos para el baile

Lo que sí sorprende de Cold War es su acercamiento al terreno del musical. Tal y como vaticina la primera escena de la película, Pawlikowski utiliza un hilo conductor melómano que no se acomoda en ningún momento y que, raras veces, adquiere el protagonismo del que goza la trama romántica. Pero que, a pesar de todo, se significa más allá de ser un mero decorado.

Ayuda a ello la poderosa actuación de Joanna Kulig, una actriz que con 15 años ganó el talent show  polaco más visto de la historia del país, y que desde entonces ha seguido cantando y actuando sin descanso. Hoy tiene 36, asegura que su interpretación de Zula se ha inspirado en Amy Winehouse, y su talento le augura una carrera de la que este film podría ser un trampolín.

Cold War  puede ser una entendida como una exploración del canto popular europeo y su utilización como transmisor de ideas y valores. De los números campestres que servían a la Unión Soviética para construir discursos tradicionales, cuando no adoctrinar en nombre del Partido, hasta las improvisaciones de un jazz visto como vía de liberación artística del París de los cincuenta y sesenta.

Todo en ella transmite respeto y admiración por el mundo de la música y, cuando se dedica por entero a disfrutar con ella, resulta hipnótica a niveles sinestésicos. Qué pena que, en el fondo, Cold War no sea un musical.

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