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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

'Society': la marcianada de terror y humor negro donde los ricos se alimentan (literalmente) de los pobres

En el primer filme de Yuzna, las personas pobres sirven de postres en los cóctels exclusivos en Beverly Hills

Ignasi Franch

Nos trasladamos a 1989. Se acercaba el final de una década muy animada en el ámbito del cine fantástico independiente. El auge del mercado videográfico había proporcionado una nueva ventana a producciones que quizá no tenían cabida en el circuito de las salas comerciales, pero que podían alcanzar los hogares de los aficionados al género. Era, también, la era del uso del látex y de todo tipo de materiales para llevar a la pantalla imágenes de violencia gore, transformaciones en monstruos góticos o lovecraftianos y mutaciones en las nuevas carnes con las que especulaba el David Cronenberg de Cromosoma 3 o Videodrome.

En el universo de Brian Yuzna (La novia de re-animator), lo lovecraftiano y lo cronenbergiano se entremezclaron para que surgiese algo diferente. Este cineasta de origen filipino había debutado como productor de dos películas inspirados en obras del escritor de Providence, Re-animator y Re-sonator. Ya en su primer filme como realizador, Yuzna hallaría su mayor aportación al género fantástico: la concepción de grotescas escenas donde lo terrorífico se desplaza hacia lo orgíastico en una fiesta erótica perturbadora, pero menos oscura que los horrores sadomasoquistas del Clive Barker de Hellraiser. Estas secuencias de monstruosidad grupal se convertirían en marca de la casa, e irían reapareciendo en obras posteriores.

Que sea paranoico no quiere decir que no me persigan

El primer proyecto donde las incluiría sería su ópera prima Society, derivada de un tema que trabajaba con Dan O'Bannon, el ideólogo de esa Alien que quería sacudir los fundamentos androcéntricos del género. Ese libreto trataba de una mujer que descubría que todos los hombres eran alienígenas. O'Bannon abandonó el proyecto, pero sus ideas sobrevolaron el tratamiento que Yuzna dio a otro guión, centrado en un chico que cree que sus padres pertenecen a una sociedad secreta.

Society empieza explicándonos los miedos de Billy Withney, un joven de familia pudiente que tiene todos los ingredientes para ser popular en su instituto. Es un jugador de baloncesto exitoso, está emparejado con una animadora del equipo y se prefigura como líder estudiantil. A pesar de todo, Billy teme que, si rasca la superficie, “encontrará algo terrible debajo”. Ese presagio de una conspiración al estilo de La invasión de los ladrones de cuerpos enriquecía el proceso de descubrimiento. Se producía una tensión entre sentir un miedo que su entorno califica de irracional, y el pánico a descubrir que ese miedo esta justificado.

Yuzna apostó fuerte por la mezcla de géneros. Los pasajes de comedia adolescente con triángulo romántico incorporado se combinaban con la tradición de la fantasía con connotaciones paranoides. Al desencaje del protagonista en el seno familiar y en el mismo instituto se le añadía un componente de clase: Billy estaba en el círculo de los pudientes pero no se sentía como uno de ellos, ni los demás parecían reconocerle como tal. Cuando un amigo le confía que sus sensaciones no son infundadas, los conflictos soterrados comienzan a explicitarse y estallar.

Como en Están vivos, de John Carpenter, se subvierte la lógica de la infiltración vista desde el establishment estadounidense: los intrusos no son los comunistas o los obreros con consciencia de clase, sino las mismas élites que temían a esos enemigos pretendidamente ajenos al cuerpo sano de la sociedad. El secreto que se esconde tras las apariencias es, al final, todavía más cruento de cualquier cosa que el protagonista imaginase. Cuando sus padres y su entrono asisten a fiestas exclusivas, una vez acaban las presentaciones y el cóctel con ropa formal, comienza la orgía de prácticas sexuales extremas... y antropófagas.

Devorados por la élite

Algunas fantasías futuristas han especulado con el exterminio de los desposeídos. En realidad, se antojan fantasías algo ingenuas porque atribuyen a las élites una práctica que socavaría el mismo sistema que las privilegia: sin pobres no hay desigualdad y sin desigualdad no hay élites. En este aspecto, resultan más plausibles las distopías planteadas en La noche de las bestias o Snowpiercer. En la primera, se especula con una sociopática regulación poblacional a través del exterminio controlado de personas de rentas bajas; en la segunda, estos sirven como una reserva de material biológico (y de fuerza laboral) al servicio de los poderosos.

Society presentaba otro terror de lo que podríamos denominar como abuso social sostenible para un sistema en manos del denominado 1%: los privilegiados se comen periódicamente a alguien ajeno a su clase. El concepto iba en la linea de la interpretación de Titanic acometida por Slavoj Zizek. Para el filósofo esloveno, se trataba de un proceso vampírico: la joven acomodada recupera autoestima y vitalidad chupando la energía de un obrero que, tras cumplir su función al servicio del estamento superior, se autodesecha. En el filme de Yuzna no hay ni siquiera ese romance bidireccional previo al sacrificio, sino mera deglución.

En la explosión del terror para público adolescente de los noventa, se producirían otras cintas que jugaban al enfrentamiento con las clases altas. Comportamiento perturbado trataría de fantasías tecnológicas de control totalitario de la conducta, mientras que la trilogía The Skulls abundaría en la impunidad de los miembros de selectas sociedades secretas. Aunque ambas estaban teñidas del inevitable simulacro de rebeldía juvenil, ninguna de ellas jugaba tan fuerte como Society.

La propuesta de Yuzna era payasa, oscuramente cómica e incluía trabajos actorales conscientemente exagerados. Era obvia en su provocación y algo torpe en la puesta en escena de sus momentos más convencionales (al fin y al cabo, se trataba de un debut). Y, con todo, resultaba inolvidable gracias a su demencial último tramo. El autor de Bajo aguas tranquilas firmó una obra netamente ochentera que, a la vez, chocaba contra las promesas de la época. No habría prosperidad para todo aquel que luchase por ella, como escenificaban comedias reaganistas al estilo de El secreto de mi éxitoEl secreto de mi éxito, porque el juego del ascensor social se jugaba con cartas marcadas.

Society no era especialmente compleja ni reflexiva, ni aplicaba un manual de marxismo. Simplemente nacía de la mirada de un escéptico burlón, que podía contemplar con resquemor ese Beverly Hills de los coches deportivos, el hedonismo en la playa y los apellidos que te sitúan automáticamente en la senda del triunfo. El mismo realizador, en una entrevista para el medio especializado Fangoria, asoció el fracaso que el filme cosechó en Estados Unidos con la pervivencia de un sueño americano que califica de fantasía: “Se supone que no puedes sentir resentimiento por lo que tienen los ricos, porque tú también podrás conseguirlo si trabajas duro”.

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