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Chuck Palahniuk, delante de su retorcido espejo

Portada de David Mack

Francesc Miró

Para Chuck Palahniuk, la clave no está en las respuestas sino en las preguntas. Por eso, muchas de sus obras se vehiculan a través de estas. Por ejemplo: ¿cómo viviríamos si no pudiéramos morir? Esta duda marcaba una de las líneas argumentales de su novela Fantasmas. En ella, como si de una nueva Villa Diodati se tratara, unos imitadores de Mary Shelley se reunían en un caserío para vivir un retiro literario. Entre las paredes de la finca, los días se volvían cada vez más raros y las noches se convertían en cuentos de terror.

Esa misma duda parece haber anidado en la cabeza de Palahniuk desde que El club de la lucha se convirtiese en un fenómeno cultural absolutamente icónico. Parece que al escritor estadounidense le pasa lo mismo que a los protagonistas de sus novelas: tiene que vivir y escribir sabiendo que su creación más famosa no puede morir. Así que puestos a revivirla, qué mejor que hacerlo con un cómic.

El editor de esta secuela inesperada cuenta cómo la original pasó de ser una publicación discreta a un objeto de culto en todo el mundo. “La obra recibió algunas críticas favorables y otras adversas pero las ventas de la edición en cartoné fueron discretas: 5.000 ejemplares como mucho”, dice Gerald Howard, “y entonces resucitó en Hollywood como si de un milagro se tratara”.

Para el editor de W. W. Norton & Company, la película fue esencial, “David Fincher, el señor oscuro del cine, hizo suyo el proyecto con la entrega ferviente de quien se embarca en una cruzada personal y rodó una película tan visceral y perturbadora que la Fox retrasó su estreno hasta muchos meses después de la matanza de Columbine”.

Protagonizada por Edward Norton y Brad Pitt, la adaptación de El club de la lucha es uno de los títulos más importantes de los últimos veinte años de historia del cine. Es también la décima mejor película de la historia según IMDB y uno de los filmes que más dividió a la crítica de su tiempo. Carlos Boyero la tachaba de “pretenciosa gilipollez”, a Roger Ebert le aburría y la Rolling Stone defendía que se convertiría en “un indiscutible clásico del cine americano”.

Ahora, Reservoir Books publica en un solo tomo la colección de diez cómics que siguieron la historia donde la dejó el film de David Fincher. Un relato que nunca murió; bien al contrario, sigue más vivo que nunca.

Larga vida a Tyler Durden

Volver a visitar el violento y alucinado mundo de Palahniuk siempre es un reto para el lector. Pero no menor es el desafío para el escritor, que se enfrenta al valor icónico de su propia obra cuando realiza una secuela. Fiel a su espíritu contestatario, el autor supo ver que ni una película ni una novela llegarían a hacerle sombra a la publicación que le hizo famoso. Ese no era el transmisor adecuado.

Cuenta él mismo que la idea de narrar la continuación en un cómic tomó forma durante una cena. Alrededor de la mesa, la novelista Chelsea Cain y los guionistas de cómic Brian Michael Bendis, Matt Fraction y Kelly Sue DeConnick convencieron al autor de que el vehículo que buscaba para contar su aventura estaba hecho de viñetas.

La historia original narra las vivencias de un joven hastiado de su trabajo y su vida que sufre de insomnio. Para superarlo, asiste a un grupo de ayuda para enfermos de cáncer testicular y conoce a Marla Singer, una mujer con la que traba una relación basada en infiltrarse en grupos semejantes, dedicados a gente que intenta afrontar dolencias que ninguno de los dos sufre. El dolor ajeno les hace sentir mejor. Al menos hasta la aparición de Tyler Durden, un hombre con ideas extrañas que tiene pensado montar una secta que removerá los cimientos de la sociedad de consumo.

El cómic arranca diez años después. Sebastian y Marla están casados y tienen un hijo. Él vive medicado y adormecido. Ella se encuentra atrapada por lo vulgar de una vida normal y corriente. Cuando decida reducir las dosis del tratamiento de su marido, Tyler Durden volverá a aparecer.

Entre viñetas se teje una excusa argumental que engaña al lector para revelarse como algo distinto: el discurso nihilista que hacía interesante la novela es aparcado por su exageración y repetición. Mientras, el nuevo formato amplía el alcance visual de sus postulados. La sangre, los golpes y las explosiones se reiteran viñeta tras viñeta. Todo sucede a un ritmo de vértigo con un conflicto constante que abraza el absurdo del conjunto. Un sin sentido de disfrute más comedido que el de su antecesor, pero al menos ferozmente distinto.

La retorcida broma del creador de todo esto

De primeras, el trazo del dibujo realizado por el ilustrador Cameron Stewart, habitual del cómic superheroico, nos da una pista para interpretar su objetivo; lo que vas a leer no quiere simular naturalismo ni imitar algo real. Además, las excelentes portadas de David Mack ofrecen otra señal. Lo que tienes entre manos es una completa alucinación, no busques coherencia ni conclusiones certeras.

Llegado al cuarto capítulo del tomo editado conjuntamente por Reservoir Books todo se descubre como lo que es. La narrativa se rompe y Chuck Palahniuk se convierte en un personaje más del relato reflexionando sobre su creación. Así juega con ella y la pervierte. Lo real se mezcla con la ficción y el efecto buscado ejerce en el lector justo lo que necesitaba: provocación.

El club de la lucha 2 no es tanto la historia que sigue al “me has conocido en un momento extraño de mi vida” con el que teminaba la primera entrega, como una relectura de ésta. Una visión propia de lo que supuso el éxito para el hombre que escribió aquella frase.

El novelista se enfrenta a la figura de Tyler Durden, un personaje creado por él mismo y que ha pesado sobre su literatura como la figura de Brad Pitt sobre Edward Norton en la adaptación. Palahniuk se mira en un espejo deformado que ha forjado con sus manos. El cara a cara sacude los cimientos de lo que creíamos saber sobre El club de la lucha para analizarse y satirizarse como obra.

De paso, la lectura nos lleva a reflexionar sobre el peligro de crear mitos rebeldes en la cultura pop, la influencia del fenómeno fan o la necesidad de relativizar el triunfo.

Lo que queda es un ácido cómic en el que se dan la mano peleas de hombres depresivos, niños con progeria alistándose en el Ejército y escritores que discuten con sus personajes y hasta con sus lectores.

En su último episodio, Cameron Stewart dibuja a una multitud, con consignas de Tyler Durden tatuadas por todo el cuerpo, presentándose en casa de Chuck Palahniuk. Le exigen que cambie el desenlace del mismo libro que tenemos entre las manos. “¡El final es una mierda!”, grita la masa enfurecida. “Pues como la vida misma, amigos”, contesta el escritor.

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