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Amarás a Shakespeare sobre todas las cosas

Marta Peirano

Con William Shakespeare no se puede exagerar; como dice Harold Bloom en La invención de lo humano, la única respuesta razonable a su obra es el pasmo y la idolatría. En La ansiedad de la influencia, Bloom asegura que el Bardo es el único gran autor que ha vivido libre de “las sombrías verdades de la competencia y la contaminación”, y el que más ansiedad ha producido en todos los que le sucedieron. Tan larga y densa es su sombra que resulta imposible leerlo sin encontrar que los mejores versos de otros poetas son en realidad suyos. Pero también liberadora, porque su influencia ha hecho mejores a los mejores y tolerables a los demás.

Actor de profesión, Shakespeare fue dramaturgo y poeta pero sus dramas son tan bellos de leer como de representar, quizá más, porque la soledad agudiza la conciencia y su genio es todo conciencia. Sus sonetos están entre los más exquisitos de la lengua inglesa que, por cierto, también se inventó él. Porque, como todos los creadores verdaderos de los universos vivos, Shakespeare empezó por inventarse los nombres.

La lista de palabras que acuñó el Bardo es sencillamente pasmosa: antes de Hamlet no existía “generoso” y antes de El rey Lear el sol de la Gran Bretaña no tenía “resplandor”. Adicción, crítico, majestuoso, epiléptico, obsceno, solitario, sonrojada y ensordecedor, todas se las inventó para repoblar el mundo anglosajón. Más importante aún, no hay ninguna fea. Hasta las que no se inventó quedaron tocadas por el encantamiento; así se convirtió “el mañana y el mañana y el mañana” en el cántico más embrujador de la historia de la literatura.

Todo eso, sin mencionar los labios que las pronuncian. Comparados con los grandes hombres y mujeres shakespearianos, nosotros los mortales habitamos un limbo de resignada inanidad, mientras que el Príncipe de Dinamarca “podría estar encerrado en una cáscara de nuez y sentirme rey de un espacio infinito”. No solo conocemos a Falstaff, Rosalinda, lago, Lear, Macbeth, Marco Antonio y Hamlet mejor que a nuestros hermanos, hijos o amantes sino que, gracias a ellos, los comprendemos y nos comprendemos mejor.

Un Shakespeare para cada estación

Las claves de Shakespeare son el autoengaño, la revelación, el autoconocimiento y la redención, que son atemporales. Pero el Bardo cambia de registro con sus estaciones y hay un tiempo para cada uno de ellos. En años más generosos disfrutamos de enredos de alta cuna como El mercader de Venecia y comedias sexuales como La doma de la furia; en tiempos más melancólicos nos bañamos en las lágrimas de star-crossed lovers como Romeo y Julieta. Ahora mismo es tiempo de poder, intriga, sangre y ambición.

Sólo hay que mirar la parrilla y la cartelera donde, además de las adaptaciones literales, triunfan House of Cards y Juego de Tronos, cuyo póster de promoción para la última temporada lleva un cuervo negro y la leyenda: All Men Must Die. Los últimos cinco años han sido de Julio Cesar, de Coriolano, Tito Andrónico y Ricardo III. Si la historia se repite -y siempre se repite- llegan tiempos de arrepentimiento, donde reinan Enrique IV y Lear. Cuando todo haya acabado, sólo nos consolarán las insuperables y alucinadas Sueño de una noche de verano y La tempestad.

En Shakespeare nada es lo que parece. Sus comedias tienen un fondo delicadamente melancólico, como un arco iris que se levanta sobre el aire mojado con el corazón en alto; sus tiranos son admirables y los supervillanos -Iago y Edmundo- brillan con el espíritu miltoniano del mereció la pena y lo volvería a hacer.

Bloom dice que Shakespeare nos hace mejores porque, cuando hablan en alto, sus personajes se descubren a sí mismos y ante nosotros para justificar su evolución. Pero ellos son infinitamente sabios porque su comprensión del mundo es la de un creador de mundos, no la de un habitante y al oírles cambiamos todos a mejor.

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