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Un día en la Cachemira india, uno de los territorios más militarizados del mundo

Varias personas se enfrentan a la policía india en Cachemira.

Víctor M. Olazábal

“Dañaron mi moto, me golpearon fuerte con las culatas de las armas y con palos de madera y, en un estado casi inconsciente, me ataron al frente del jeep”. Farooq Ahmad Dar, un joven cachemir, relataba así a la prensa india el día que el Ejército decidió usarle como escudo humano.

Un oficial le amarró al parachoques de un vehículo militar y le paseó por varios pueblos durante cinco horas en esa posición, con un cartel colgado del cuello, para proteger al convoy del lanzamiento de piedras. Su vídeo corrió por la red hace meses. Para unos, fue una humillación en toda regla. Para otros, una advertencia.

El pueblo cachemir exigió una sanción para aquel oficial pero, entre el castigo o el premio, el alto mando eligió lo segundo. Una condecoración por el trabajo bien hecho. Se trataba de un día normal en la Cachemira india.

Hablamos con Abdul Qadeer, líder de Voice of Victims, una organización cachemir en defensa de los derechos humanos. La conversación tiene lugar en un jardín frente al lago Dal, un escenario tranquilo, precioso, con montañas nevadas y comerciantes que navegan en shikaras. Un pequeño paraíso en un valle que esconde una oscura realidad.

— ¿Cómo es la relación diaria con la policía?

— Nos sentimos humillados cada vez que nos topamos con las fuerzas de seguridad. Los checkpoints, los coches patrulla, los controles aleatorios, las detenciones, todo es una humillación, una tortura diaria. Si alguien te pega un guantazo, te duele varios minutos, pero luego el dolor se va. Pero si alguien te humilla, se queda en tu corazón para siempre.

Esa relación, dice, es más conflictiva en los pueblos, porque en las ciudades hay más ojos mirando, más voces gritando. Hay periodistas, hay extranjeros, hay Internet. Pero en las aldeas, cuando se acaba el asfalto y la cobertura, la convivencia entre vecinos y agentes es mucho más directa y las posibilidades de protestar se reducen de forma drástica. “Si vas a denunciarlo, no vuelves”. Este lunes, un periodista francés fue arrestado por estar grabando un documental “sin permiso”.

El grito de Abdul es tan básico como pedir que se considere a las personas lo que son. “Somos seres humanos y queremos que se nos trate con dignidad y respeto. Pero ellos no están aquí para protegernos, sólo están para humillarnos”.

Un estado de sitio permanente

Cachemira es una de las zonas más militarizadas del mundo con más de medio millón de tropas indias desplegadas. En cada esquina de Srinagar, capital durante los meses de verano, descansa un agente, un vehículo militar, un control policial o un puesto fortificado con sacos terreros. Es la imagen de un estado de sitio permanente.

India y Pakistán reclaman este territorio desde que ambos se independizaron en 1947. Varias guerras y una tensión permanente llevaron a la creación de una frontera de facto y después a un alto el fuego en 2003. Las dos potencias nucleares se acusan a diario de quebrantar ese acuerdo denunciando incursiones del otro bando. China, además, controla el desierto de las piedras blancas, una esquina nororiental tan estratégica como despoblada.

En 1989 explotó en el valle de Cachemira, bajo dominio indio, una insurgencia separatista, armada, que enfangó la ya de por sí complicada situación. Los 90, los años del plomo, ya quedaron atrás y ahora la guerrilla es mucho más débil, pero al grito independentista se le está sumando un discurso religioso fundamentalista.

La cifra exacta de muertos se desconoce, pero diversas fuentes calculan que en las últimas tres décadas llega a los 70.000. Sólo en lo que va de año, el Ejército asegura haber matado a unos 200 insurgentes. Según el Ejecutivo indio, si el conflicto sigue vivo es porque su vecino paquistaní da alas a los grupos separatistas. Así justifica la enorme presencia militar en el único Estado de mayoría musulmana del país.

Amir Khan tiene 17 años y quiere ser doctor. Va a empezar a estudiar en la universidad de Cachemira, en Srinagar. “Esto es un verdadero Estado policial”, dice. Suele participar en las protestas contra India porque cree que es la única manera de que el gobierno de Delhi les escuche. “No es fácil vivir todos los días con tanta policía por todos lados. Desde niños vemos eso. Acabas ignorándolo y no tienes contacto con ellos porque si no, sería muy duro”, cuenta el estudiante mientras mira de reojo a los dos agentes que, a pocos metros, charlan en su puesto de guardia.

El último año estuvo marcado por un rebrote de la violencia en las calles a raíz del asesinato de Burhan Wani, un conocido militante independentista. La población se enfrentó día tras día a los antidisturbios en protestas masivas. Los choques diarios, una huelga general y los continuos toques de queda bloquearon la vida en el valle durante meses. Resultado: 2016 fue el año más violento en Cachemira en esta década. Más de un centenar de muertos y 10.000 heridos lo confirman.

Especialmente polémicos fueron los perdigones que usan las tropas indias para disolver multitudes. Además de los estragos que causan en cara, cuerpo y ojos, Amnistía Internacional denuncia que al menos 14 personas murieron el año pasado por el impacto de estos balines de metal, a lo que el gobierno responde que el uso de esta munición “no letal” es un “mal necesario” que se emplea sólo para reprimir protestas violentas.

Protegidos por ley

Los grupos de derechos humanos han cuestionado en incontables ocasiones la impunidad de las fuerzas de seguridad en Cachemira, protegidas por la Ley de Poderes Especiales de las Fuerzas Armadas (AFSPA) y la Ley de Seguridad Pública, que les otorgan una libertad de acción prácticamente absoluta ante cualquier sospecha.

“La AFSPA ha dado lugar a numerosas violaciones de los derechos humanos. Establece una inmunidad eficaz contra los enjuiciamientos en tribunales civiles, lo que significa que los soldados que cometen abusos o que dan esas órdenes nunca son obligados a rendir cuentas”, afirma Meenakshi Ganguly, directora de Human Rights Watch en el sur de Asia, que muestra también su preocupación por las detenciones arbitrarias.

Las organizaciones locales aseguran que bajo la AFSPA se han cometido todo tipo de atrocidades en cuarteles, asesinatos extrajudiciales o desapariciones forzosas. Voice of Victims sostiene que todavía hoy existen más de 400 centros de tortura en los que se han llevado a cabo mutilaciones, vejaciones y castigos con agua y electricidad, basándose en testimonios que se repiten desde hace tres décadas.

Miles de tumbas sin nombre

Se han hallado miles de tumbas sin nombre en la región. Fosas comunes que se cavaron en los peores años del conflicto y que ahora están ocultas en la naturaleza, cubiertas por el paso del tiempo. Los cachemires están convencidos de que allí permanecen enterrados los miles de desaparecidos que hay en la zona (unos 10.000) pero las autoridades indias no quieren identificar esos cuerpos porque dan por hecho que son terroristas paquistaníes.

“Las mujeres que en los años 90 perdieron a un hijo, a un marido o a un padre están esperando a que vuelvan porque no saben si están vivos o muertos. Y cada vez que pedimos información al gobierno, éste practica un silencio criminal”, afirma el activista Abdul Qadeer, que cree que el sistema judicial defiende a los autores de los crímenes.

Entre toques de queda, coches patrulla y uniformes, los jóvenes cachemires han heredado el sentimiento de resistencia que movió a sus predecesores. Son ellos los protagonistas en los enfrentamientos con la policía.

Nacer y crecer con el conflicto

“Todo el mundo ha perdido el miedo, a nadie le importa ya nada y por eso van con todo en las manifestaciones. ¡Hasta se ha visto a las estudiantes tirar piedras por primera vez!”, afirma Iqbal Alam, un joven profesor que cree que la situación es “crítica” e “impredecible” porque cualquier día puede explotar de nuevo la ira por otro suceso repentino, otro Burhan Wani asesinado, otra gota que colme el vaso por enésima vez.

Más allá de las piedras, el principal arma de las nuevas generaciones es Internet. Con sólo dos clics, grabar y enviar, los vídeos que muestran la brutalidad de las fuerzas de seguridad indias vuelan por la red y desatan la indignación colectiva, como sucedió con la imagen de un agente que disparó a la cabeza a un manifestante o con el caso de Farooq Ahmad Dar. El gobierno sabe que el impacto de estos vídeos es arrollador y por eso habitualmente intenta bloquear el uso de redes sociales.

Ni las viejas heridas se curan ni se generan espacios para el desarrollo personal y profesional de los más jóvenes, lo que hace que muchos emigren a otras partes de India o a países árabes en busca de unas oportunidades que no encuentran en su propio hogar. “Yo quiero ser médico pero sé que no podré serlo aquí, ese es el problema. Por eso no es sólo una cuestión de identidad, también se protesta por la situación económica. Los jóvenes saben que no hay trabajo”, dice el estudiante Amir.

El desempleo en este Estado indio supera el 24% entre la población joven, cuando en el resto del país es el 13%. Cachemira atraviesa una de sus peores crisis turísticas, un sector que emplea a medio millón de personas, y tanto productores como comerciantes aún intentan recuperarse del impacto económico de la violencia de 2016.

Recientemente, siendo fiel a su estrategia del palo y la zanahoria, el gobierno indio se ha mostrado dispuesto a “dialogar” con las fuerzas políticas y sociales de Cachemira para entender sus “aspiraciones legítimas”. Para Abdul Qadeer, es fundamental que Delhi escuche las demandas de los cachemires si se quiere solucionar el conflicto. Pero su anhelo no se queda en la capital india: “El mundo no nos apoya, no habla de nosotros, no habla de la brutalidad india ni de las violaciones de los derechos humanos. Pero tenemos la esperanza de que algún día la comunidad internacional hable. Tiene que hacerlo”.

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