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Una red de madres migrantes planta cara al miedo a la deportación en EEUU

Manifestación contra la deportación de inmigrantes.

Alicia Medina

Oakland (EEUU) —

Cada mañana, se repite la misma coreografía en el número 4730 de la Avenida Fleming. El alboroto de los niños llegando al colegio Melrose Leadership Academy desplaza a ardillas y pájaros a los cerezos y palmeras que adornan la acera. En este colegio público de la ciudad santuario de Oakland, California, se saluda en español. En la entrada, el primer cartel no informa de horarios o actividades extraescolares, sino que reza: “Ejerce tus derechos, no permitas que un agente de inmigración entre a tu casa”.

Debajo, un sobre pegado con cinta adhesiva azul contiene un puñado de tarjetas rojas en las que se lee en español: “No abra si un agente de inmigración está tocando la puerta”.

De poco sirvió ese consejo a María en una mañana de mayo del 2016. Mientras preparaba molletes –pan con mantequilla, frijoles y queso– para desayunar, su marido salió de casa para dirigirse a la obra. El grito de su hija de 11 años quebró la rutina diaria. Acababa de ver a través de la ventana de la cocina cómo varios agentes de inmigración esposaban a su padre en su jardín. María y su hija salieron corriendo. Seis agentes en cuatro coches habían bloqueado su entrada y la puerta trasera, según cuenta María. “¿Por qué te llevas a mi papá?”, les gritó su hija.

“No supe qué hacer en ese momento”, dice la mujer.

El alboroto matinal enfrente del colegio Melrose ya se había desvanecido cuando María corrió al despacho de la directora de la escuela, que le puso en contacto con otra madre, Etel Calles, que pertenece al Fondo para la Defensa de las Familias Inmigrantes, un grupo de nueve padres y profesores que ayudan a las familias migrantes en Oakland.

Un fondo común contra las deportaciones

A las tres de la tarde, Calles y una abogada del Fondo para la Defensa se sentaron en las oficinas de inmigración en San Francisco para depositar la fianza de 2.000 dólares que esa mañana habían fijado las autoridades.

Mientras Etel y la abogada esperaban a que saliera el marido de María, se dieron cuenta de que no sabían qué aspecto tenía, así que le pidieron que les enviara una foto. A la hora y media, le vieron salir. “Iba vestido con el mono de obra y con sus pertenencias en una bolsa de papel”. Etel le explicó que ellas habían pagado su fianza y le propuso hacerse una foto selfie de celebración. “Se la envié a María y le dije: '¿Este es tu marido?' ¿Sí? Pues venga, vámonos”, recuerda entre risas.

El hombre no respiró aliviado hasta que se sentaron a tomar un café a diez bloques de las oficinas, sostiene Calles. Allí les contó que los agentes federales migratorios (ICE por sus siglas en inglés) lo buscaban para deportarlo por haber entrado irregularmente en el país. Tenían planeado enviarle esa misma tarde a Texas, donde le meterían en un avión rumbo a México. El billete estaba comprado, pero el vuelo se retrasó, les dijo. “Como no tenía 'nada grande' en su 'récord', le pusieron la fianza”, comenta Calles.

En Estados Unidos, cuando un migrante indocumentado es detenido, el juez decide si, durante el proceso de deportación, la persona permanece en un centro carcelario o es libre para volver a su casa. Si el juez estima que dicha persona no supone una amenaza o no hay riesgo de fuga puede fijar una fianza, que varía entre 1.500 y 20.000 dólares. Una vez pagada, la persona debe comparecer en el juzgado cada cierto tiempo. De no ser así, el pagador de la fianza pierde el dinero.

En febrero, la Corte Suprema de EEUU eliminó la necesidad de establecer una fianza a los seis meses de detención. Es decir, un migrante podría quedar indefinidamente detenido sin que el juez esté obligado a fijar una fianza. El Fondo para la Defensa ha recaudado en su primer año 130.000 dólares, lo que les ha permitido pagar la fianza a 12 personas, cubrir costes legales a otras 12 y pagar una partida de emergencia –que cubre alquiler, médico y costes básicos– a otras cuatro.

Según su web, ser liberado bajo fianza “mejora significativamente las probabilidades de tener éxito” en evitar la deportación. En el año 2015, 68% de las personas que obtuvieron fianza consiguieron regularizar su situación en EEUU. De los que permanecieron detenidos, solo un 33% consiguió quedarse en el país.

María no hubiera sido capaz de pagar la fianza, ya que quien la abona debe ser ciudadano de EEUU o residente permanente. El Fondo, al pagar su fianza –que María devolvió después– permitió que su marido cenara su casa esa noche. En enero del 2019 tiene el juicio. Sus vidas están suspendidas hasta entonces.

Una red para sobrellevar la incertidumbre

Si lo deportan, María no podrá pagar el alquiler. Barajan trasladarse a un apartamento más pequeño o volver a Ciudad Juárez, en México. Su hija tendría que cruzar la frontera cada día para ir al colegio en EEUU. “Si volvemos, tendría que dejar a mi hija que cruce el puente sola, porque ella es ciudadana de EEUU”, sostiene la mujer.

Calles sabe que no puede acabar con los miedos de esta familia, pero sí aliviarlos. Ella es una de las muchas mujeres del Área de la Bahía, en California, que trabajan para ayudar a los 'sin papeles' a lidiar con miedos relacionados con la deportación. Las mujeres se ofrecen entre ellas a hacer viajes en coche para llevar a los niños al colegio en Oakland o se ayudan a escribir un “Plan de Planificación Familiar”, para que alguien se ocupe de los niños si ambos padres son deportados. Van juntas a hacer senderismo una vez al mes. Ofrecen talleres de ayuda legal, terapia emocional. Otras se vuelcan en el activismo o la religión. En este intento de tejer una red en la que sobrellevar la incertidumbre de una deportación, las mujeres tienen un rol destacado.

Algunas, como Calles, están motivadas por su propia experiencia. Cuando tenía 10 años, su familia la metió en un minibús para escapar de la guerra en El Salvador. Recuerda despedirse de su colonia Sacamil y de su padre, a quien no volvería a ver. En cinco días cruzó El Salvador, Guatemala y México hasta llegar a Los Ángeles. Para aliviar su miedo durante el viaje, su familia le dio una carta en la que le contaban todas “las cosas bonitas que vería en el campo”, como vacas y burros. “Pero no te dicen nada de que va a haber ruidos y personas que no conoces”, recuerda. Para entretenerla, la gente del bus le hablaba sobre lo que estaba de moda en EEUU: Michael Jackson, Madonna y Star Wars. Era 1986.

Hoy, a sus 40 años, Calles es una mujer de carcajada fácil. Además de formar parte del Fondo para la Defensa, copreside la asociación de padres y madres del colegio, forma parte de Padres Unidos y de un club de cocina, y trabaja de cuidadora. 

Cuando su hijo empezó el colegio Melrose, una escuela de inmersión con un 50% de familias de habla hispana, Calles decidió ayudar a los estudiantes con ansiedad por no tener papeles. Comparte con ellos su experiencia durante la guerra en El Salvador y su trayecto a los EEUU como menor no acompañada. Les habla de la incertidumbre que sentía al escuchar un helicóptero, dado que no sabía si venía a traer agua o “tirar balas”. Les habla de su ansiedad y sus miedos. “Lastimosamente, eso no ha cambiado”, apunta. “Nadie conoce los traumas o miedos de otra persona pero todos podemos ser bondadosos y ayudar, solo requiere ser un amigo, que el recién llegado no se sienta solo o desubicado”, cuenta.

Cuando Calles revive su experiencia, no solo intenta ayudar a los niños que acaban de migrar a Estados Unidos, también trabaja su propio trauma. “Tenemos que indagar lo que ha quedado atrás, que tiene telarañas, y limpiarlo para sobresalir”, comenta. En su brazo derecho, una araña cuelga de una telaraña que cubre la mitad de la cara de su hijo. Es uno de sus tres tatuajes. “Yo soy la araña”, dice. Una araña que, mientras limpia su pasado de telarañas, “está tejiendo una red, estoy creando un futuro más estable donde él y yo podemos caer, rebotar y sobrevivir”, explica. Pero esa telaraña abarca más que a su hijo. María y su marido lo saben bien.

Una tarde de marzo, María y Etel tomaron asiento en la clase 16 del colegio Melrose, donde Calles –a través de la organización Padres Unidos– organiza un taller, “Conoce tus derechos”. Es viernes por la tarde, las aulas se vacían rápido. Las madres han traído pollo frito y pasta. Es la primera vez que María acude a uno de estos talleres. Seis madres, un padre y una asistente legal del Centro Legal de la Raza –que se encarga de ofrecer acceso a la justicia para comunidades migrantes– escuchan atentamente cuando María recuerda la mañana de la casi-deportación de su marido.

Una de las madres le pregunta si los agentes la interrogaron cuando ella salió de su casa. “Me preguntaron: '¿Usted quién es?' Yo les dije: 'Su esposa'. '¿Cómo se llama?' María”, cuenta. “Pero solo dije María”, añade. La asistente legal, que pide ser identificada como Cristina debido a la situación irregular de sus familiares, interviene. “Está bien, hay muchas Marías, no pasa nada por dar su nombre... pero no se identifiquen”, les advierte. Durante las dos horas del taller, Cristina les enseña a quedarse calladas si se encuentran ante la ICE. “No abran la puerta, no se identifiquen, no hablen” se convierte en un mantra.

Cristina conoce bien la importancia de quedarse en silencio. Hace un década, los agentes se presentaron una madrugada en la puerta de su casa preguntando por su tío, según relata. “Abrí la puerta desafortunadamente”, cuenta al grupo. Cuando su tío salió en pijama lo arrestaron inmediatamente. “Entonces yo no conocía mis derechos”, lamenta Cristina.

En el centro de detención, relata, le dijeron a su tío que firmara un documento para “salir inmediatamente”. Firmó. No especificaron que se referían a salir de EEUU, no de comisaría. Esa misma tarde fue deportado a México. “Nunca firmen nada”, enfatiza Cristina.

La activista reparte las tarjetas rojas de la entrada. En ellas, se lee en inglés: “No deseo hablar con usted, responder sus preguntas ni firmar ningún documento acogiéndome a mis derechos basados en la Quinta Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos”.

Este pequeño trozo de papel no parece convencer a todos de que sea su salvavidas. Según ICE, 226.199 personas fueron deportadas y 143.470 arrestadas en 2017. En ese mismo periodo, en el área de San Francisco se registraron 7.231 arrestos administrativos y 6.292 deportaciones. “La tarjeta no nos asegura que no nos van a arrestar, pero es lo que tenemos ahorita para pelear y lo poco que tengamos lo tenemos que usar, esta es nuestra protección”, les dice Cristina.

Las preguntas de estas madres delatan sus miedos: “¿Pueden entrar en tu casa si no les abres?” “¿Qué pasa si me ataranto y abro la puerta?” “¿Cuánto tiempo te pueden tener detenido?” “¿Y si no hay dinero para un abogado?”

Oakland y otras ciudades de California intentan ofrecer respuestas. En las ciudades santuario, la Policía local no colabora con los agentes federales de inmigración. Las escuelas no requieren prueba de estatus migratorio para registrarse. En California del Norte, varias organizaciones han creado 13 equipos de respuesta rápida, donde voluntarios verifican la presencia de ICE en las calles y proporcionan asistencia legal a los detenidos. Cristina les facilita el número. “Tengo que poner este número en el refrigerador”, dice una madre para sí misma.

Al final del taller, Cristina pregunta: “¿Cuántas personas nacieron fuera de EEUU?”. Todos levantan la mano, menos una madre que responde: “¿Y por qué te voy a dar esa información?”. Cristina la mira y le sonríe, es la única que no ha caído en su trampa. “¿Cuántos son de México?”, insiste. Las madres se miran y nadie levanta la mano. Un padre dice: “Yo soy de América, ¿puedo decir eso?”. Otra madre añade: “Yo, ciudadana del mundo”. Estallan a carcajadas. “Si los agentes de inmigración no saben de dónde somos, no me pueden deportar”, concluye Cristina.

Ahora se imaginan que están en la calle. Llega ICE y pregunta por Cristina. “¿Qué harían?”. Todas se quedan calladas. Cristina, con tono más agresivo imitando a un policía, insiste: “Traigo una orden de arresto contra Cristina, ¿quién es?”.

Una madre contesta: “Cristina somos todas”. Algunas ríen, pero la activista les recuerda que no pueden mentir. Le muestran la tarjeta roja. Cristina está satisfecha.

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