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Puntos limpios de violencia pandillera en El Salvador

Una niña corre sola por la Isla de Montecristo/ Gabriela Sánchez

Gabriela Sánchez

Isla de Montecristo (El Salvador) —

Amanece en Isla de Montecristo. 30 familias viven aisladas en un pedazo de tierra rodeado por el salvadoreño río Lempa y el océano el Pacífico, uno de los puntos blancos de la presencia de las pandillas, un lugar donde la guerra civil aún se respira, después de ser bombardeada durante buena parte del conflicto armado que asoló El Salvador durante más de una década. Se pasea por su comunidad de día y de noche con una tranquilidad que se siente extraña.

Es uno de los oasis de seguridad de El Salvador. El río y el Pacífico ayudan como repelente de las pandillas en la zona por sus dificultades de accerso, pero también influye la convicción de las comunidades para que estas organizaciones ilícitas no infecten su tierra sana de violencia marera. Los habitantes de la Isla de Montecristo señalan que, por el momento, no han sentido una gran riesgo de entrada de criminalidad, pero cuando llega alguien sospechoso la junta de la colonia se reúne y, si así lo decide, se le expulsa.

En Montecristo la unión de las cerca de 30 familias permite que aún hoy vivan en cierto aislamiento voluntario. El hospital más cercano está a más de una hora, y para llegar a él deben tomar un cayuco y un coche. Los niños pueden ir a la escuela primaria, pero una vez finalizada deben desplazarse al instituto de otra localidad: también en barco y sobre ruedas. No hay mercados, no hay policía, no hay restaurantes, no hay centros de salud. Hay pesca, un vivero de cangrejos, una playa vírgen inmensa, gallinas, vacas, una reserva natural y uno de los cultivos de marañón -anacardo- más importantes de la zona. Hay seguridad, un tesoro en un momento en el que las maras asesinan a una media de nueve personas al día en El Salvador. Hay memoria.

Alberto lima tablas de madera con esmero. En unos días se sentarán sobre ellas para almorzar. “No hay que pasar el tiempo en balde. Estoy haciendo un banquito”. Tiene 80 años y demasiados recuerdos a sus espaldas. Ama el pedazo de tierra en el que vive, más aún desde que la guerra le obligara a huir. Abandonó la isla durante ocho años y solo la pisaba en la clandestinidad, bajo el riesgo de ser bombardeado por el ejército nacional. Cada noche, atravesaba el río para llevar comida a su hijo, soldado de la guerrilla desde que los militares asesinasen a su mujer mientras viajaba en cayuco. Las balas lanzadas desde el aire acabaron con su vida. Su hijo estaba en sus brazos.

“Estaban en la barca con otros vecinos. Le dispararon aquí...”, recuerda Alberto mientras señala uno de sus ojos. La imagen de su nieto sobre su madre fallecida en un cayuco que acabó deambulando en las aguas del Lempa parece rezumbar aún hoy en su experimentada mente. Aquel día tardaban en llegar y salió en su busca. Los encontró. El bebé estaba a la deriva rodeado de cuerpos sin vida. Un helicóptero del ejército nacional lanzó sus balas sobre el bote. “Era una mujer joven... Mi hijo no podía soportar la rabia y se unió a la guerrilla”.

Aquel bebé que lloraba sobre una barca masacrada era Chepe. Tras la muerte de su madre, mientras su padre luchaba en la guerrilla, se crió con su abuela Leonor. Más de tres décadas después, ha sacado adelante varios negocios familiares: tiene un restaurante en la Pita -localidad cercana a la isla donde viven sus padres-, actúa como 'taxista', trasladando a habitantes y a turistas a las islas o a zonas donde pueden acceder a servicios inexistentes en su comunidad -hospitales, mercados, institutos, etc-; y pescador del Río Lempa. El 60% de los negocios de El Salvador son “no oficiales”, según el Ministerio de Economía. No están registrados, no pagan impuestos, pero tampoco son ilegales.

La guerra civil salvadoreña estalló ligada a las movilizaciones obreras y campesinas que exigían mejores condiciones laborales, menos represión y un reparto de la tierra más equitativo que los impuestos durante las sucesivas dictaduras militares. En enero de 1981 comenzó oficialmente el conflicto tras la fundación del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional que inició una guerra de gerrillas prolongada hasta 1992.

La guerrilla del FMLN – cuyo partido político está actualmente en el gobierno- se instaló durante varios años de la guerra en la Isla de Montecristo. Las cerca de 70 familias que por entonces conformaban la comunidad vivieron durante un tiempo en sus hogares, hasta que comenzaron los bombardeos. Fue entonces cuando huyó la mayoría de la población civil, excepto las personas que se alistaron en la guerrilla, o a las que nacieron dentro de ella. Milton creció inmerso en el conflicto. “No he tenido una infancia común...”, empieza a describir con cautela. Con siete años ya era guerrillero. “Era observador, vigilaba y avisaba cuando había algún movimiento”. Con 12 empezó a recibir entrenamiento para luchar.

De todos los recuerdos de una infancia militarizada, uno quedó anclado en su memoria con mayor vehemencia y retorna a su cabeza con más frecuencia. Un ataque, muchas muertes, una mujer llamada como su madre y mucha confusión. Piensa unos minutos antes de retomar el habla: “Mi mamá iba a ir al mercado con gente de la isla, entre las personas que fueron había una mujer con su mismo nombre: Milta. El ejercito los bombardeó... Empezaron a decir que entre los fallecidos estaba Milta. Mis hermanos y yo pensamos durante unas horas que nuestra mamá había muerto”. No era ella. Roberto vio el cuerpo de la tocaya de su madre sobre una camilla. “Pasaron con ella rápido, no tenía cabeza”.

Murió años más tarde, con los acuerdos de paz ya firmados. Roberto residía en Estados Unidos como la mayoría de los muchos emigrantes salvadoreños, empujados por la escasa perspectivas de futuro para los jóvenes de su país. Parece que no se perdona no estar cuando ella se fue. “Cuando falleció mi mamá yo vivía allá... No la vi por última vez”. Volvió y se quedó en su isla. Ha heredado un pequeño terreno donde cultiva anacardos cuya venta a una cooperativa orgánica le otorgan los ingresos suficientes para vivir con tranquilidad junto a su mujer y a su hijo. Pasamos por el cuidado cementerio donde reposan los restos de su madre y los de muchos combatientes de guerra. Es el punto mejor cuidado de toda la comunidad. Nos lo muestra con orgullo. Baja la mirada cuando señala el lugar donde reposa el cuerpo de sus familiares.

Las carcajadas de Berta arrancan desde el inicio del día. Sus atentos cuidados permiten la estancia de los huéspedes que visitan la isla y optan por el turismo sostenible, el único permitido por la comunidad. Tres cabañas a pie de río, un baño, un cubo junto a un tanque de agua para ducharse.. y Berta. Para todo, Berta. Es la responsable de uno de los escasos comercios de la localidad. Durante varios años trabajó en la capital, San Salvador. No echa de menos esa etapa. “Menos aún tal y como está la situación... aquí podemos andar tranquilos, caminar por las noches sin necesidad de policía. Allá fuera la violencia complica demasiado la vida”, reconoce.

No abandonó la isla, a la que llegó la luz artificial hace tan solo seis años, durante las últimas catástrofes naturales vividas en el país: el Mich y la tormenta E12. Para estas circunstancias tienen un plan de evacuación de la isla, unos carteles indican los puntos de reunión y de salida, pero la mayoría de su población permaneció en ella. Aseguran que los manglares, amenazados con la subida del mar y la amenaza de la llegada de macrocomplejos hoteleros a localidades cercanas, obstaculizaron la entrada del agua en su territorio.

El mantenimiento de puntos libres de la criminalidad de las maras no ha ocurrido únicamente en Montecristo. En la Isla de Tasajera ya habido claras señales del “acecho” de las pandillas para tener presencia en la zona. El robo de varios botes pesqueros por parte de uno de las organizaciones ilícitas despertó la rabia de sus habitantes. La cooperativa de pesca denunció el hurto y le ha valido una amenaza. Pero la comunidad “se encargó” de los mareros que visitaban la comunidad y hace meses que no se sabe nada de ellos.

¿Miedo a represalias? “Si fuese una única persona la que expulsase a la organización ilícita, quizá si podrían vengarse. Pero toda la junta toma la decisión y un representante se lo comunica. No pueden eliminar a toda la comunidad...”, confía Roberto, pescador de La Colorada, una colonia la Isla de Tasajera.

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Nota: Esta cobertura es posible gracias a la financiación de la ONG Agareso y del Fondo Galego de Cooperación con el objetivo de trasladar a un grupo de periodistas para contar a través de un documental los esfuerzos comunitarios para sacar adelante a la sociedad, en un contexto marcado por la violencia de las maras y la pobreza.

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