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Una escuela creada por refugiados afganos alivia su larga espera en Indonesia

Solicitantes de asilo afganas en el colegio para refugiados de Cisarua (Indonesia)

Aleix Oriol

Cisarua (Indonesia) —

Despunta la mañana en la tranquila localidad de Cisarua, ubicada en una región montañosa conocida como Puncak, unos 70 kilómetros al sur de Yakarta (Indonesia). La familia Sulthani prepara un sencillo pero copioso desayuno a base de huevos, yogur casero y naan (pan afgano) recién horneado.

Sentados en el comedor de la casa que alquilaron hace dos años y ocho meses, cuentan su historia mientras comparten una taza de té. Los Sulthani, junto con sus dos hijos de cinco y nueve años, decidieron huir de Afganistán debido al clima de inseguridad permanente que se vive en el país centroasiático. Son afganos hazara, una minoría étnica chií que forma cerca del 20% de la población total del país.

Discriminados durante siglos por la mayoría pastún, los hazara se consideran extranjeros en su propio país. Aunque la Constitución de 2004 reconoce su condición de ciudadanos con plenos derechos, en la actualidad todavía se sienten excluidos y perseguidos por los talibanes y otros grupos suníes radicales como el Estado Islámico.

Sus rasgos asiáticos y su dialecto del persa, distinto al pastún, les convierten en un blanco fácil para estos grupos armados que perpetran atentados contra civiles hazara tanto en territorio afgano como paquistaní. Ante esta situación de violencia permanente y la falta de vías legales y seguras, muchas familias han optado en los últimos años por huir recurriendo a los servicios de los traficantes de personas en dirección a Europa, Estados Unidos o Australia.

Sin más ayuda que los ahorros “de toda una vida”

Miles de ellos siguen esperando una nueva vida en Cisarua, donde han logrado poner en marcha su propia escuela. Es el caso de los Sulthani. Cuentan que pagaron 6.000 dólares por cada adulto y 3.000 por cada menor de la familia para poder salir de Afganistán. Eran, dicen, los ahorros “de toda una vida” de duro trabajo. Los contrabandistas, tal y como relata la familia afgana, se encargan de comprar los billetes de avión, falsificar los pasaportes y “sobornar” a los agentes de inmigración de los países donde los refugiados deberán hacer escala.

La familia voló primero a India, luego a Singapur y finalmente a Yakarta, donde a su llegada, aseguran, les esperaba un individuo que “se saltó” los trámites de inmigración y les confiscó el pasaporte. Una vez dentro del país, indocumentados y sin permiso para permanecer legalmente en Indonesia, los refugiados dependen de sus propios medios para sobrevivir.

Los Sulthani se desplazaron hasta Cisarua pocos días después de su llegada, cuando un familiar les informó de que había otros hazara en dicha localidad. Muchos de los solicitantes de protección internacional que llegan a Indonesia reciben la ayuda económica de familiares que ya se encuentran reubicados en otros países, principalmente Australia. Con dichas ayudas y, en algunos casos con los ahorros de toda una vida, pueden costearse el alquiler y la comida para toda la familia.

Atrapados en un limbo legal

En los últimos años, tras el endurecimiento de las leyes migratorias en Australia, la ruta asiática se ha convertido en una opción muy arriesgada para los solicitantes de asilo que intentan acceder al país de forma irregular. Todos los barcos con migrantes indocumentados son interceptados por la Marina australiana, que tiene instrucciones de trasladar a todos los pasajeros a centros de detención como los de las islas de Nauru, al noreste de Australia, y Manus, en Papúa Nueva Guinea.

La precarias e inhumanas condiciones de los refugiados y migrantes en dichos centros han sido denunciadas en numerosas ocasiones por grupos de defensa de los derechos humanos, que exigen su cierre inmediato. Según informaciones recientes, el centro de Manus cerrará sus puertas a finales de 2017.

Ante la dificultad de la actual situación, muchos refugiados se ven obligados a permanecer en Indonesia, donde no tienen opción de solicitar un permiso de residencia ni de realizar ningún tipo de trabajo remunerado. Indonesia no está adherida a la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, por lo que ningún ciudadano extranjero que se encuentre en su territorio puede solicitar el estatus de refugiado.

Así, la única opción que les queda a estas personas es solicitar su carné de refugiadas en la oficina de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), que actúa de forma independiente –al margen del Gobierno indonesio–, y se encarga de tramitar las solicitudes de reasentamiento de los refugiados que deciden emprender el lento y farragoso proceso legal que les permite abandonar finalmente Indonesia. También colabora en el proceso la Organización Internacional para la Migraciones (OIM).

Los matrimonios con hijos que ya cuentan con familiares en su país de destino deseado son los primeros de la lista durante el proceso de solicitud de reasentamiento a través de ACNUR y la OIM. Los hombres solteros y jóvenes lo tienen mucho más complicado, pues su solicitud puede tardar años en tramitarse.

A mediados de agosto, la agencia Efe informaba de que decenas de solicitantes de asilo estaban acampados en la calle en precarias condiciones cerca de la oficina del ACNUR en Yakarta. Un total de 14.000 personas, según la agencia, esperan para ser reconocidas como refugiadas en Indonesia. Para muchos de ellos, la larga espera se convierte en un peso difícil de sobrellevar. El tedio y el desánimo hacen mella a medida que pasan los meses y los años.

Un refugiado crea una escuela para mitigar la espera

Fue este sentimiento de frustración el que llevó a Muzafar Ali, un refugiado hazara, a emprender una iniciativa que cambiaría las vidas de los cerca de 5.000 solicitantes de asilo que viven en Cisarua. “No tenemos estatus legal, no podemos trabajar, pero eso no significa que no podamos socializar, que no podamos estudiar o que no podamos educar”, asegura Ali en declaraciones a la web Australiaplus.

Con la ayuda de otros refugiados y de un grupo de activistas australianos, Ali fundó el Cisarua Refugee Learning Center (CRLC) en 2014. El objetivo, comentan, estaba claro: crear un espacio donde tanto niños como adultos pudieran aprender y sentirse útiles, dejando de lado por unas horas el tedio y la desesperanza habituales. Las familias hazara se involucraron rápidamente en el proyecto, diseñando entre todos el calendario escolar y participando de todas las actividades que se realizaban en el centro.

Con la finalidad de recaudar fondos para sufragar los gastos del colegio, se creó Cisarua Learning Inc., una organización australiana sin ánimo de lucro que lleva a cabo campañas de concienciación y recauda los fondos para el proyecto en Cisarua. El centro cuenta actualmente con 122 alumnos de entre 5 y 17 años que cursan asignaturas como ciencias, lengua inglesa o matemáticas. También se organizan actividades extraescolares como excursiones, eventos deportivos, etc. El colegio también ofrece clases de inglés básico para adultos, incluidas 59 mujeres que nunca antes habían tenido acceso a ningún tipo de educación.

Estimulados por el éxito de la iniciativa, otros refugiados han seguido el ejemplo y han puesto en funcionamiento otras escuelas en la zona de Cisarua, que cuenta ya con cuatro centros educativos para menores y adultos hazara. A pesar de la precaria situación en la que se encuentran, los miles de refugiados hazara que viven en Cisarua han decidido no sucumbir al desánimo y mantener la esperanza hasta el día en que reciban la llamada que, finalmente, les permita abandonar Indonesia y poner rumbo a su destino soñado.

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