Palabra de Manuel Fraga, 7 de marzo de 1998: “Los hijos de buena familia son más listos y cuando concursan en una oposición tienen más posibilidades de alcanzar el éxito. En una casa de personas prominentes, los hijos salen con más posibilidades”. Fiel a esta doctrina del patriarca, José Luis Baltar llenó la Diputación de Ourense de hijos de buena familia, listos y prominentes. Y del PP, casualmente.
El escándalo es mayúsculo, pero lo que más sorprende no es que el Baltar enchufase a la familia y amigos, lo que ha tardado la justicia en actuar ante este flagrante caso y la impunidad con la que el cacique ha obrado durante tantísimo tiempo. Baltar se jubiló hace un año dejando en herencia el puesto a su hijo, como un señor feudal. Estuvo más de dos décadas en el despacho y convirtió a su Diputación, su pazo particular, en la segunda mayor empresa de la provincia en número de empleados (los “liberales” del centro derecha español son así). La justicia ha sido extremadamente lenta, además de ciega.
Baltar sigue fiel a esa figura tan española, la del cacique, que intercambia favores a cambio de votos (o viceversa: gracias a su particular partido, Fraga logró sus más amplias mayorías absolutas). No es muy distinto a Carlos Fabra, el metabarón de Castellón; o a Joaquín Ripoll, expresidente de la Diputación de Alicante e imputado en el Caso Brugal; o a Isabel Carrasco, la presidenta de la Diputación de León y once cargos más; o a los imputados en el caso Bankia Agustín González, presidente de la Diputación de Ávila entre otros trece puestos, y Atilano Soto, expresidente de la Diputación de Segovia y otra decena de cargos.
Aunque evidentemente en estos puestos también hay una mayoría de políticos honrados ¿por qué son tan comunes las corruptelas y abusos de poder en las diputaciones? ¿Por qué se refugian en ellas muchos de los políticos más impresentables de nuestro país? La respuesta es sencilla: por el diseño de esta institución. Es un chollo a medida de los caciques por varias razones. La principal, que el cargo no es de elección directa. Los presidentes de la Diputación no se presentan ni responden ante los ciudadanos y las urnas. Nadie les vota directamente, ya que su nombramiento depende de los resultados municipales. En muchas provincias, no hay cambios de partido al frente de la Diputación desde hace décadas, lo que asegura que nadie mire nunca bajo las alfombras. Manejan un presupuesto bastante amplio y con competencias poco definidas frente al resto de las administraciones. Tienen dinero para gastar y arbitrariedad casi absoluta en cómo emplearlo. Casi nadie les fiscaliza. Es el puesto ideal para un político corrupto: mucho poder, mucha opacidad y muy poca responsabilidad.
Las diputaciones son un anacronismo, un brazo del Estado que viene de las Cortes de Cádiz y que ha perdido todo su sentido desde que se desarrolló el modelo autonómico. Solo son necesarias para pagar favores políticos y colocar a los afines, es la única razón por la que aún sobreviven. Sus actuales funciones, las pocas que aún mantienen, bien podrían gestionarse desde los ayuntamientos o las comunidades autónomas.
Creo en la descentralización del Gobierno, pero ya tenemos tres capas nacionales– local, autonómica y central– más una cuarta supranacional, la Unión Europea. ¿De verdad cada ciudadano en tiempos de Internet necesita una quinta administración más por cada provincia? ¿En serio?