Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
La política en el cabaret
Hace unos días, un periodista ultradivino se hacía eco de la enganchada parlamentaria entre Gabriel Rufián y el ministro Borrel; y emitía por la radio esta sentencia fulminante: “Por culpa de los políticos, mucha gente va a perder la fe en la democracia”. El varapalo no se distinguía precisamente por su originalidad. Ni por su acierto en eso de localizar quién es el malo de la película: el que nos hace desconfiar del sistema de libertades que disfrutamos y que, por suerte, sigue rigiendo nuestras vidas.
Podría haber buscado culpables entre empresarios que evaden impuestos o buscan el arrimo de los paraísos fiscales y presionan para que la acción política barra para su casa; o entre quienes propagan el miedo cuando un Gobierno de izquierdas avanza medidas progresistas para sostener el Estado de bienestar; o entre esos poderes en la sombra que van con la postverdad por delante, para sembrar de mierda la vida pública…
Pero, no. Los culpables de la desafección ciudadana hacia la democracia la tienen 'los políticos', así, en general, sin especificar a qué políticos nos estamos refiriendo. Sin distinguir entre quienes ensucian el debate parlamentario con el serrín de su vaciedad mental y quienes utilizan argumentos para defender sus posiciones; o entre quienes ofrecen proyectos, mano tendida y diálogo para avanzar como país y quienes se limitan a lanzar estiércol para que esto no pueda ser posible.
Me pregunto si, en ese mismo día en que Rufián interpretó su numerito, insultando de malos modos al ministro de Exteriores, no se produjeron debates o acontecimientos políticos o decisiones del Gobierno de Pedro Sánchez de mayor enjundia. Seguro que sí, pero lo cierto es que fueron las tonterías de Rufián las que se llevaron el gato al agua en las tertulias radiofónicas y televisadas. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que siempre tendrá mayor valor añadido una mercancía informativa con ribetes de escándalo y de agresión verbal de alto voltaje.
Dicho de otro modo, tuiteros metidos a políticos como Gabriel Rufián prosperan porque tienen detrás todo un cortejo mediático que les hace la ola. Y a veces algún (o alguna) periodista con muchas estrellas Michelin a sus espaldas se pregunta con timidez hasta qué punto los medios de comunicación no tienen su parte de responsabilidad en el deterioro de nuestra vida pública; un adorno retórico para calmar de vez en cuando la mala conciencia, porque, a la hora de la verdad, las noticias con escupitajo incorporado seguirán teniendo bastante más valor comercial que aquellas que no lo disfrutan.
Todo esto encaja en una estrategia muy trabajada por los poderes económicos: la de ir caminando hacia una extinción del sistema democrático, para que los intereses privados se impongan sin freno ni control y las instituciones no pasen de ser una simple carcasa decorativa sin funciones reales. Es lo de “la economía, estúpido”, pero elevado a la enésima potencia. No hay alternativas a la que ofrecen las multinacionales y las dinámicas “volátiles” de los mercados, como sus influyentes apologetas tratan de colarnos; de modo que hoy defender desde la política algo tan socialdemócrata “de toda la vida” como es la redistribución de la riqueza a través de un sistema de impuestos progresivo se ha convertido, no ya en una rareza impracticable, sino en un pecado populista imperdonable.
Al final, desactivada y sin dientes, reducida a la impotencia, la política ingresa en el ámbito de la tontada y de los debates artificiales, cada vez más alejada de los problemas reales de la gente. Una situación nada propicia para que pueda ser tomada en serio, cuando acaba situándose como una variante más de la industria del entretenimiento; la que hace del político un bufón de cabaret, objeto de burla continua, para lucimiento de quienes se proponen “armarla parda”, sacando buen partido a esos mohines, ¡tan graciosos!, que dan tan bien en cámara.
¿Y a dónde puede conducir esta deriva? ¿Qué puede pasar cuando se hace creer simultáneamente que no hay alternativas, que todos los políticos y sus partidos son iguales y que, se vote lo que se vote, nada va a cambiar y las políticas de austeridad y de pérdida creciente de derechos sociales van a seguir su rumbo sin inmutarse? Que mucha gente, sobre todo la que ha perdido toda esperanza, en lugar de acudir a las urnas, se quede en casa. Y a eso es a lo que la derecha y quienes la secundan vienen jugando, y a conciencia, en los últimos tiempos, y por todos los medios, incluido en ellos el de embarrar el debate político.
¿Y qué ocurre cuando la gente, mayormente de izquierdas, se abstiene? Que es la derecha la que se alza con la victoria, dispuesta a destruir sin compasión todos los avances políticos y sociales alcanzados. Y en Andalucía ha triunfado la más montaraz: la del “Santiago (Abascal) y cierra España”, que Pablo Casado quiere extender por todo el territorio nacional. Es el momento de la “reconquista” de “nuestros valores” como españoles. Y hacerlo, además, sin complejos, con un par, como únicamente las derechas sin complejos (y no las “derechitas cobardes) saben hacerlo. Es la tarea que se han asignado: reproducir en España la Italia de Salvini y acabar con la que gobierna Pedro Sánchez, una ya extraña, y estimulante, referencia socialdemócrata en Europa que habrá que eliminar para que no se contagie al resto del Continente.
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