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El día a día de los agentes que sufrieron a ETA: “Aquí no podías salir sin arma”

Desfile de la Guardia Civil en el cuartel de Sansomendi de Vitoria

Rubén Pereda

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El Gobierno de Iñigo Urkullu, una coalición de PNV y PSE-EE, ha reconocido este viernes en un informe el papel que tuvieron contra ETA los agentes de la Guardia Civil y de la Policía Nacional, a los que califica de “punta de lanza de la lucha por preservar el régimen de derechos fundamentales así como las instituciones”. Además de datos cuantitativos y un homenaje a los 357 agentes asesinados por la banda terrorista, los autores del texto —encargado por el Departamento de Igualdad, Justicia y Políticas Sociales de la consejera 'jeltzale' Beatriz Artolazabal— lo han completado con el testimonio de catorce personas afectadas directamente por los atentados de ETA. Hay víctimas, escoltas y familiares, cuyas palabras trazan un ciclo que pasa por el estigma, el miedo, las heridas, las secuelas y el olvido institucional y social.

“Todos los guardias civiles éramos el primer objetivo de ETA y su entorno”, narra, por ejemplo, un agente que fue rotando por diferentes puntos de España. “Los terroristas —explica en la entrevista— no necesitaban autorización directa para atentar contra los componentes de la Guardia Civil, Policía Nacional o miembros del Ejército; con lo cual teníamos la amenaza las 24 horas del día, y más en las provincias vascas y Navarra”. “Las razones para terminar destinado en el País Vasco fueron diversas en los testimonios recabados. De cualquier manera, sea por un motivo o por otro, todos fueron tomando contacto rápidamente con la dura realidad que estaban destinados a afrontar”, aseveran los autores del informe sobre el “destino difícil” en el que se convertía Euskadi por la amenaza de la banda terrorista. “Siempre llevaba el arma encima. Aquí no podías salir sin arma, por lo que pudiera pasar”, recuerda la hija de un policía nacional destinado en Bizkaia.

Tienes una serie de códigos. Mi padre al accionar el coche siempre me mandaba 200 o 300 metros más allá para que si pasaba algo no estuviera cerca. Y mi padre tenía que mirar los bajos todos los días

Hija de un guardiacivil destinado a Álava y víctima de un atentado

A esa dificultad inicial para dar el paso y elegir algún lugar de Euskadi o Navarra como destino le seguía después el estigma que impregnaba toda vida social que pudieran tener en su nuevo hogar. El propio informe señala que, ante estas dificultades, en la mayoría de ocasiones tenían que erigir una “barrera de protección de la intimidad” que hiciera invisible su condición de agentes. “Yo vivía en un piso con dos compañeros más. Tomábamos precauciones como no colgar la ropa cerca de la ventana para que no se nos vieran las insignias del uniforme. Nadie nos conocía en el bloque, teníamos que andar como furtivos”, relata un policía nacional, que recuerda una vida en la que las mentiras se apilaban una encima de otra: “Cuando la gente se relacionaba con nosotros, siempre teníamos que mentir”. Ese estigma se materializaba en miedo constante y en la necesidad de estar vigilante de cualquier cosa que se saliese de lo normal y pudiese resultar peligrosa. “Tienes una serie de códigos. Mi padre al accionar el coche siempre me mandaba 200 o 300 metros más allá para que si pasaba algo no estuviera cerca. Y mi padre tenía que mirar los bajos todos los días”, cuenta la hija de un guardiacivil destinado a Álava y víctima de un atentado.

El informe ahonda también en las secuelas, tanto físicas como emocionales, que dejó el terrorismo de ETA en quienes lo sufrieron. “Se aprecia la vivencia de personas que pasaron por ese duro trance y relatan la manera en que afrontaron la realidad que condicionaría su existencia”, dicen los autores sobre el testimonio de las víctimas. Un policía nacional, herido en un atentado en Gipuzkoa, se recuerda día tras días “luchando” para intentar volver a ponerse en pie y preguntándole a la doctora una y otra vez si lo conseguiría, hasta que al final esta le confirmó que sería imposible. “Con 27 años, verte en una silla de ruedas, en la flor de la vida... Fue de la noche a la mañana. Aquí te quedas sentado y de aquí no te mueves. Era una persona activa, me gustaba correr, había hecho alguna media maratón... y me partieron la vida por la mitad”, narra. “Gracias al tremendo esfuerzo que hicieron todos los que estaban a mi alrededor y yo mismo, hoy ando con el apoyo de un bastón y unas plantillas que me facilitan caminar, ya que nunca recuperé la movilidad de los pies”, lamenta un guardiacivil destinado a Bizkaia que sufrió un atentado con 21 años y que luego pasó cerca de un mes en la UVI, dos más en una cama articulada, otros cuatro ingresado, cuatro años en rehabilitación, dos años en silla de ruedas y otros tres con aparatos ortopédicos hasta llegar a ese punto.

Con 27 años, verte en una silla de ruedas, en la flor de la vida... Fue de la noche a la mañana. Aquí te quedas sentado y de aquí no te mueves

Policía nacional herido en un atentado en Gipuzkoa

Los autores del texto asumen que en los primeros años del terrorismo de ETA a las secuelas psicológicas de las víctimas no se les daba tanta importancia, por mucho que también condicionaran y dificultaran la vida. Pesadillas, tranquilizantes, pastillas para dormir. 'Shock', vacío, soledad. Son palabras que figuran en los testimonios de algunas víctimas que requirieron años de ayuda psicológica para siquiera poder abrirse y empezar a afrontar sus secuelas. La hija de un guardiacivil víctima de varios atentados de ETA confiesa que, aunque recurrió al psicólogo, fue incapaz de revelarle que vivía en el cuartel con su padre y que el problema tenía la raíz en los atentados. “Entonces le dije que había tenido un accidente de tráfico y que todo venía de ahí”, explica. Tiempo después, el psicólogo desistió. “Me rindo, ya no sé qué hacer contigo. Sé que esto no viene de un accidente de tráfico, que aquí hay algo detrás, pero no me dejas entrar”, cuenta que le dijo. Ella le explicó que había sufrido un atentado de ETA, pero aun así no fue capaz de expresarse hasta que el psicólogo le relató una experiencia en parte similar. “Me comentó quién era, que le habían matado a alguien cercano también, y entonces ya me sentí tranquila y respiré. Pero hasta que no me dijo eso, yo no fui capaz de decirle que vivía en el cuartel. Y es muy triste, pero es así”, lamenta.

La sociedad vasca no estuvo a la altura hasta que ETA y su entorno no iniciaron la socialización del sufrimiento o del dolor

En gran parte de los entrevistados, esas secuelas psicológicas se entremezclan con una sensación de desamparo, social por un lado e institucional por el otro. “La sociedad vasca no estuvo a la altura hasta que ETA y su entorno no iniciaron la socialización del sufrimiento o del dolor. A raíz del secuestro y posterior asesinato de Miguel Ángel Blanco, por supuesto, valoraron el miedo, pues ETA y su entorno nunca tuvieron contemplaciones”, lamenta un guardiacivil. “El primer día que fui al colegio después del atentado de mi padre nadie me dio el pésame. Ya no solo los niños, que por la edad es normal, sino tampoco profesores, ni directores, ni el jefe de estudios... Nadie. Lo viví y me chocó mucho”, recuerda la hija de una víctima. En el propio cuerpo —“no deja de ser otra institución más”, se resigna un guardiacivil destinado en Bizkaia— los agentes, una vez habían sufrido el atentado, no podían volver a incorporarse a su puesto y causaban por tanto baja, dejaban “de existir”. “Habías sido sustituido y el problema ya no era de ellos, el problema era tuyo. Quizá fue lo más duro de aquella época”, lamenta este agente.

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