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Trump plantea si inyectarse desinfectante mata el coronavirus: los médicos responden que te puede matar

Trump en una imagen de archivo

Carlos Hernández-Echevarría

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Es el gran show televisivo de esta pandemia. Cada día a media tarde, Donald Trump toma la sala de prensa de la Casa Blanca rodeado de algunos asesores y durante una o dos horas da un pequeño mitin sobre el coronavirus seguido de una pelea con los periodistas. Sin embargo, la sesión de este jueves ha sido aún más espectacular. Trump se ha preguntado en voz alta si, dado que la luz del sol y los desinfectantes matan al virus, no podrían también usarse en los pulmones de los seres humanos.

Los médicos y las empresas de limpieza han corrido a responder que se podría, pero que si la gente se inyecta productos de limpieza es bastante probable que mueran. Merece la pena ver las caras de estupefacción de algunos asesores que le acompañaban mientras el presidente les reclamaba que estudien ese “tratamiento”.

Ese ritual diario por el que Trump sale cada día a dar ánimos a la ciudadanía se ha vuelto peligroso para la salud pública. Estas comparecencias están llenas de optimismo, improvisación y datos sin fundamento científico: curas milagrosas, métodos que “un amigo me ha dicho que le funcionó”... el tipo de informaciones que se pueden recibir por WhatsApp de un ser querido pero que uno no espera escucharle al presidente de EEUU en plena emergencia nacional. Los rayos UV y las inyecciones de desinfectante son el último ejemplo, pero nunca había quedado tan claro en una misma semana que Trump está en guerra abierta con la ciencia.

El milagro que no fue

Antes de los desinfectantes, Trump tuvo otra idea para curar el coronavirus. Según el presidente la hidroxicloroquina podía ser “una de los grandes saltos en la historia de la medicina” y había sido “un milagro” para algunos pacientes. Los médicos que le acompañan ante la prensa insistían en que no había evidencia científica de su eficacia, pero Trump respondía: “un amigo me ha dicho que ha mejorado después de tomársela, quién sabe”. El presidente había puesto mucha fe en que este tratamiento contra la malaria fuera una solución rápida contra el coronavirus y sus efectos económicos y electorales. Pero no.

Hoy, un primer estudio financiado por su gobierno dice que no hay milagro. Hay que investigar más, pero los primeros datos señalan no solo que el fármaco no supone ninguna mejora a los enfermos de COVID-19, sino que aumenta sus posibilidades de morir. A Trump, que promocionó todo lo que pudo su uso y puso en circulación 28 millones de dosis de la reserva nacional de medicamentos, no le apetece ahora hablar del tema. Hace días que no se refiere a su “milagro” y, al ser preguntado por el nuevo estudio, ha dicho que no lo conoce pero que “ha habido buenos estudios”. También FOX News ha perdido las ganas de hablar de ello.

Como tantas otras fantasías de Trump, su obsesión con la hidroxicloroquina empezó mientras veía su canal favorito de televisión. La cadena de Murdoch ha dedicado horas de programación a ensalzar las supuestas bondades del tratamiento, preguntándose con un punto de conspiranoia por qué no se generalizaba su uso. Alguna estrella de FOX incluso se ha reunido con Trump para convencerle de sus bondades, pero no hizo falta mucho esfuerzo porque para el presidente era la idea perfecta: una solución milagrosa a un problema enorme, con un medicamento ya disponible y aprobado por las autoridades sanitarias, una panacea que podría justificar el fin del confinamiento y la reapertura de la economía del país.

Tal fue su entusiasmo por el fármaco que a algún médico le ha costado el puesto. El director del organismo público encargado de desarrollar una vacuna, un experto en epidemias de gripe, denuncia que lo han destituido por exigir que se invirtiera en “soluciones seguras y testadas científicamente”. Más concretamente porque “limité el uso generalizado de la cloroquina y la hidroxicloroquina, promovidas por el gobierno como una panacea pero que claramente carecen de mérito científico”.

No es el primer doctor en caer: a la directora del Centro Nacional de Enfermedades Respiratorias le quitaron sus funciones de portavoz al principio de la crisis después de unas declaraciones en las que advertía a los estadounidenses de que se prepararan para fuertes cambios en su vida diaria. Llevaba razón, pero a la Casa Blanca no le gustó y el organismo lleva sin organizar una rueda de prensa desde hace mes y medio

La temida ‘segunda oleada’

Otra de las grandes batallas de Trump contra los científicos es a cuenta de un posible resurgimiento de la enfermedad en otoño. El presidente ha dicho que la COVID-19 desaparecerá en verano “como si fuera un milagro” y aunque eso es también es discutible, lo es aún más su insistencia en decir que el coronavirus no regresará con el frío. En una misma rueda de prensa hemos visto al presidente decir que “puede que la epidemia no llegue” en otoño y a su principal experto en enfermedades infecciosas sostener que está “convencido de que llegará”.

El doctor Fauci es ya un experto en hacer equilibrios para decir la verdad sin enfadar a Trump, pero no a todos se les da tan bien. El director del Centro de Control de Enfermedades se ha visto metido en una enorme polémica después de decir en una entrevista que “hay una posibilidad de que el asalto del virus a nuestra nación el próximo invierno sea aún más difícil que el que acabamos de pasar”. Para colmo añade que las llamadas a “liberar” estados del confinamiento, como las que hace el propio presidente, “no ayudan”. La misma mañana de su publicación, Trump anunciaba en sus redes sociales que era todo una mala interpretación de los periodistas “fake news” y que el alto cargo iba a corregir sus declaraciones.

Esa misma tarde, el pobre hombre salió a la rueda de prensa con Trump al lado. En su honor hay que decir que aclaró que los periodistas sí que habían recogido fielmente sus declaraciones, pero que no quería decir que un nuevo brote fuera a ser “peor” sino que sería “más difícil” al coincidir a la vez el coronavirus y la gripe común. Aparentemente, el presidente se dio por satisfecho. No es difícil comprender la obsesión de Trump por negar ese escenario: si el coronavirus regresa por todo lo alto en octubre, el último mes de su campaña electoral, es probable que los votantes se lo hagan pagar.

Un panorama electoral cambiante

La realidad que condiciona la respuesta de Trump a esta crisis sanitaria es electoral y económica. El presidente sabe perfectamente que su gran baza para la reelección el próximo 3 de noviembre era la buena marcha de la economía, pero la pandemia la ha fulminado. 22 millones de estadounidenses se han apuntado al paro en poco más de un mes y ya se ha destruido todo el empleo creado después de la gran crisis de 2008. Trump necesita algo de recuperación de aquí a noviembre o puede perder, pero eso tiene un precio en vidas humanas.

Relajar el confinamiento y reabrir la economía supone más contacto entre personas y por tanto más contagios y más muertes. EEUU se aproxima ya a los 50.000 muertos y Trump tiene que buscar un equilibrio difícil, cuando además no tiene todo el poder: la mayor economía del país, California, volverá a operar cuando así lo decida su gobernador demócrata, lo mismo que la de Nueva York. El presidente puede culpar a sus rivales pero, tradicionalmente, el estado de la economía es el aspecto más fundamental que tienen en cuenta los votantes para votar la reelección de un presidente.

Esta emergencia nacional está permitiendo a Trump ocupar muchas más horas de televisión que su rival demócrata Joe Biden, pero la simpatía de la que gozaba en las encuestas durante los primeros días de pandemia ha desaparecido. Su gestión de la crisis sanitaria y la ralentización de la economía ya le están ya pasando factura a su popularidad. Y además la batalla electoral se ha complicado debido al virus.

Hasta ahora, la epidemia se ha concentrado en lugares donde se vota demócrata, sobre todo en las grandes ciudades, pero ya empieza a llegar a las afueras y también al mundo rural. Además, los efectos económicos de sienten más profundamente en los estados industriales que Trump logró arrebatar a Hillary Clinton hace cuatro años y donde a priori necesita vencer para revalidar el cargo. Los estrategas políticos ya intuyen también que el desproporcionado impacto de la enfermedad y la crisis en las comunidades afroamericana y latina podría elevar su participación en las elecciones, poniendo en riesgo estados clave para los republicanos.

A seis meses de las elecciones y en mitad de una epidemia es imposible adivinar qué tendrán los votantes en la cabeza, sobre todo porque nadie sabe cómo saldrá el país de esta. Puede que Trump logre revivir algo la economía o que los estadounidenses decidan unirse alrededor de su líder, como en tiempos de guerra. Puede que Biden logre argumentar que el presidente es tan incompetente como los demócratas siempre han dicho que era. Lo que cada día parece más claro es que las presidenciales serán un referéndum de la gestión que ha hecho Trump del coronavirus.

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